Evangelio del 3 de abril del 2024
Miércoles de la octava de Pascua
Lectionary: 263
Primera lectura
En aquel tiempo, Pedro y Juan subieron al templo para la oración vespertina, a eso de las tres de la tarde. Había allí un hombre lisiado de nacimiento, a quien diariamente llevaban y ponían ante la puerta llamada la “Hermosa”, para que pidiera limosna a los que entraban en el templo.
Aquel hombre, al ver a Pedro y a Juan cuando iban a entrar, les pidió limosna. Pedro y Juan fijaron en él los ojos, y Pedro le dijo: “Míranos”. El hombre se quedó mirándolos en espera de que le dieran algo. Entonces Pedro le dijo: “No tengo ni oro ni plata, pero te voy a dar lo que tengo: En el nombre de Jesucristo nazareno, levántate y camina”. Y, tomándolo de la mano, lo incorporó.
Al instante sus pies y sus tobillos adquirieron firmeza. De un salto se puso de pie, empezó a andar y entró con ellos al templo caminando, saltando y alabando a Dios.
Todo el pueblo lo vio caminar y alabar a Dios, y al darse cuenta de que era el mismo que pedía limosna sentado junto a la puerta “Hermosa” del templo, quedaron llenos de miedo y no salían de su asombro por lo que había sucedido.
Salmo Responsorial
R. (5b) Cantemos al Señor con alegría. Aleluya.
Aclamen al Señor y denle gracias,
relaten sus prodigios a los pueblos.
Entonen en su honor himnos y cantos,
celebren sus portentos.
R. Cantemos al Señor con alegría. Aleluya.
Del nombre del Señor enorgullézcanse
y siéntase feliz el que lo busca.
Recurran al Señor y a su poder,
y a su presencia acudan.
R. Cantemos al Señor con alegría. Aleluya.
Descendientes de Abrahán, su servidor,
estirpe de Jacob, su predilecto,
escuchen: el Señor es nuestro Dios
y gobiernan la tierra sus decretos.
R. Cantemos al Señor con alegría. Aleluya.
Ni aunque transcurran mil generaciones,
se olvidará el señor de sus promesas,
de la alianza pactada con Abraham,
del juramento a Isaac, que un día le hiciera.
R. Cantemos al Señor con alegría. Aleluya.
Secuencia — opcional
Ofrezcan los cristianos
ofrendas de alabanza
a gloria de la Víctima
propicia de la Pascua.
Cordero sin pecado,
que a las ovejas salva,
a Dios y a los culpables
unió con nueva alianza.
Lucharon vida y muerte
en singular batalla,
y, muerto el que es la vida,
triunfante se levanta.
“¿Qué has visto de camino,
María, en la mañana?’’
“A mi Señor glorioso,
la tumba abandonada,
los ángeles testigos,
sudarios y mortaja.
¡Resucitó de veras
mi amor y mi esperanza!
Vengan a Galilea,
allí el Señor aguarda;
allí verán los suyos
la gloria de la Pascua’’.
Primicia de los muertos,
sabemos por tu gracia
que estás resucitado;
la muerte en ti no manda.
Rey vencedor, apiádate
de la miseria humana
y da a tus fieles parte
en tu victoria santa.
Aclamación antes del Evangelio
R. Aleluya, aleluya.
Éste es el día del triunfo del Señor,
día de júbilo y de gozo.
R. Aleluya.
Evangelio
El mismo día de la resurrección, iban dos de los discípulos hacia un pueblo llamado Emaús, situado a unos once kilómetros de Jerusalén, y comentaban todo lo que había sucedido.
Mientras conversaban y discutían, Jesús se les acercó y comenzó a caminar con ellos; pero los ojos de los dos discípulos estaban velados y no lo reconocieron. Él les preguntó: “¿De qué cosas vienen hablando, tan llenos de tristeza?”
Uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: “¿Eres tú el único forastero que no sabe lo que ha sucedido estos días en Jerusalén?” Él les preguntó: “¿Qué cosa?” Ellos le respondieron: “Lo de Jesús el nazareno, que era un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo. Cómo los sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él sería el libertador de Israel, y sin embargo, han pasado ya tres días desde que estas cosas sucedieron. Es cierto que algunas mujeres de nuestro grupo nos han desconcertado, pues fueron de madrugada al sepulcro, no encontraron el cuerpo y llegaron contando que se les habían aparecido unos ángeles, que les dijeron que estaba vivo. Algunos de nuestros compañeros fueron al sepulcro y hallaron todo como habían dicho las mujeres, pero a él no lo vieron”.
Entonces Jesús les dijo: “¡Qué insensatos son ustedes y qué duros de corazón para creer todo lo anunciado por los profetas! ¿Acaso no era necesario que el Mesías padeciera todo esto y así entrara en su gloria?” Y comenzando por Moisés y siguiendo con todos los profetas, les explicó todos los pasajes de la Escritura que se referían a él.
Ya cerca del pueblo a donde se dirigían, él hizo como que iba más lejos; pero ellos le insistieron, diciendo: “Quédate con nosotros, porque ya es tarde y pronto va a oscurecer”. Y entró para quedarse con ellos. Cuando estaban a la mesa, tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él se les desapareció. Y ellos se decían el uno al otro: “¡Con razón nuestro corazón ardía, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras!”
Se levantaron inmediatamente y regresaron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, los cuales les dijeron: “De veras ha resucitado el Señor y se le ha aparecido a Simón”. Entonces ellos contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Reflexión
El pasaje de Lucas 24, 13-35 narra la historia de los discípulos de Emaús, un relato conmovedor y rico en simbolismo, que refleja las jornadas personales de fe, duda, y revelación que todos experimentamos. Vamos a profundizar en este episodio, buscando aplicaciones personales y contemporáneas para nuestras vidas.
Los discípulos caminan juntos hacia Emaús, sumidos en la confusión y la desilusión tras la crucifixión de Jesús. Esta caminata refleja nuestros propios viajes a través de momentos de incertidumbre y prueba. En estos tiempos, al igual que los discípulos, a menudo nos encontramos discutiendo y tratando de dar sentido a nuestras experiencias, buscando respuestas. La presencia de Jesús que se une a ellos, aunque no lo reconocen, nos recuerda que incluso en nuestros momentos de mayor duda, no estamos solos. Jesús camina a nuestro lado, incluso cuando no somos conscientes de su presencia.
Cuando Jesús pregunta a los discípulos sobre sus conversaciones, ellos comparten abiertamente sus esperanzas, desilusiones y confusiones. Este acto de vulnerabilidad y apertura es un recordatorio poderoso de la importancia de compartir nuestras propias historias, especialmente en momentos de duda. Al compartir, invitamos a otros a caminar con nosotros, ofreciendo y recibiendo perspectivas que pueden ayudarnos a ver nuestras situaciones con nuevos ojos.
El momento culminante de este relato es el reconocimiento de Jesús en la fracción del pan. Este gesto, tan cotidiano y a la vez tan cargado de significado, revela la presencia de lo divino en medio de lo ordinario. Nos invita a buscar y reconocer lo sagrado en los momentos y rituales diarios de nuestra vida, recordándonos que Dios se manifiesta en lo simple y lo cotidiano. Este acto también nos recuerda la importancia de la comunidad y la comunión, no solo como acto litúrgico sino como experiencia vivencial de fe compartida.
Tras reconocer a Jesús, los discípulos regresan inmediatamente a Jerusalén para compartir su experiencia con los demás. Este regreso, lleno de fervor y emoción, simboliza el impulso transformador que sigue a un encuentro personal con lo divino. Nos recuerda que, tras nuestras propias experiencias de revelación y comprensión, somos llamados a compartir nuestra alegría y nuestra fe renovada con los demás, contribuyendo a la construcción de una comunidad de fe más vibrante y solidaria.
La historia de los discípulos de Emaús es un recordatorio de que la fe es un viaje, a menudo marcado por la duda y la confusión, pero también por momentos de profunda revelación y alegría. Nos enseña a estar abiertos a la presencia de Dios en todas las circunstancias de la vida, a compartir nuestras historias con los demás, y a buscar lo sagrado en lo cotidiano. En última instancia, nos llama a volver a nuestras comunidades con el corazón ardiente, listos para compartir la buena noticia de nuestra propia transformación y del constante renuevo de la fe.
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