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noviembre 15, 2021 in Evangelios

Lecturas del 15 de Noviembre de 2021

Primera Lectura

1 Mc 1, 10-15. 41-43. 54-57. 62-64

En aquellos días, surgió un hombre perverso, Antíoco Epífanes, hijo del rey Antíoco, que había estado como rehén en Roma. Subió al trono el año ciento treinta y siete del imperio de los griegos.

Hubo por entonces unos israelitas apóstatas, que convencieron a muchos diciéndoles: “Vamos a hacer un pacto con los pueblos vecinos, pues desde que hemos vivido aislados, nos han sobrevenido muchas desgracias”.

Esta proposición fue bien recibida y algunos del pueblo decidieron acudir al rey y obtuvieron de él autorización para seguir las costumbres de los paganos. Entonces, conforme al uso de los paganos, construyeron en Jerusalén un gimnasio, simularon que no estaban circuncidados, renegaron de la alianza santa, se casaron con gente pagana y se vendieron para hacer el mal.

Por su parte, el rey publicó un edicto en todo su reino y ordenó que todos sus súbditos formaran un solo pueblo y abandonaran su legislación particular. Todos los paganos acataron el edicto real y muchos israelitas aceptaron la religión oficial, ofrecieron sacrificios a los ídolos y profanaron el sábado.

El día quince de diciembre del año ciento cuarenta y cinco, el rey Antíoco mandó poner sobre el altar de Dios un altar pagano, y se fueron construyendo altares en todas las ciudades de Judá. Quemaban incienso ante las puertas de las casas y en las plazas; rompían y echaban al fuego los libros de la ley que encontraban; a quienes se les descubría en su casa un ejemplar de la alianza y a los que sorprendían observando los preceptos de la ley, los condenaban a muerte en virtud del decreto real.

A pesar de todo esto, muchos israelitas permanecieron firmes y resueltos a no comer alimentos impuros. Prefirieron la muerte antes que contaminarse con aquellos alimentos que violaban la santa alianza. Muy grande fue la prueba que soportó Israel.

Salmo Responsorial

Salmo 118, 53. 61. 134. 150. 155. 158

R. (cf 88) Ayúdame, Señor, a cumplir tus mandamientos.
Me indigno, Señor,
porque los pecadores no cumplen tu ley.
Las redes de los pecadores me aprisionan,
pero yo no olvido tu voluntad.
R. Ayúdame, Señor, a cumplir tus mandamientos.
Líbrame de la opresión de los hombres,
y cumpliré tus mandamientos..
Se acercan a mí los malvados que me persiguen
y están lejos de tu ley.
R. Ayúdame, Señor, a cumplir tus mandamientos.
Los malvados están lejos de la salvación,
porque no han cumplido tus mandamientos.
Cuando veo a los pecadores, siento disgusto,
porque no cumplen tus palabras.
R. Ayúdame, Señor, a cumplir tus mandamientos.

Aclamación antes del Evangelio

Jn 8, 12

R. Aleluya, aleluya.
Yo soy la luz del mundo, dice el Señor;
el que me sigue tendrá la luz de la vida.
R. Aleluya.

Evangelio

Lc 18, 35-43

En aquel tiempo, cuando Jesús se acercaba a Jericó, un ciego estaba sentado a un lado del camino, pidiendo limosna. Al oír que pasaba gente, preguntó qué era aquello, y le explicaron que era Jesús el nazareno, que iba de camino. Entonces él comenzó a gritar: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!” Los que iban adelante lo regañaban para que se callara, pero él se puso a gritar más fuerte: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”

Entonces Jesús se detuvo y mandó que se lo trajeran. Cuando estuvo cerca, le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?” Él le contestó: “Señor, que vea”. Jesús le dijo: “Recobra la vista; tu fe te ha curado”.

Enseguida el ciego recobró la vista y lo siguió, bendiciendo a Dios. Y todo el pueblo, al ver esto, alababa a Dios.

Palabra de Dios, te alabamos Señor.

Reflexión

Hermanas y hermanos

La escena que contemplamos en el evangelio de hoy es hermosa y, como siempre, nos deja muchas enseñanzas. El texto es magistral en los distintos planos en los que describe la escena. Hay un primer plano amplio, es el camino de entrada a la ciudad de Jericó. Por allí pasa Jesús, quienes van con Él y la gente que se va acercando. Y, en una orilla de ese camino, está un hombre ciego. El detalle que señala que está “a un lado” o “a la orilla” del camino es significativa, porque indica que se trata de un hombre marginado. No está en el camino sino “a un lado”.

Y ese hombre marginado, consciente de su condición de indigencia, clama a Jesús: “comenzó a gritar: ‘¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!’” Bartimeo estaba ciego, excluido y marginado, pero no acabado. Hay otra forma de morirse antes de que nos llegue el último momento: sucede cuando, sentados a la orilla del camino de la vida, no hacemos nada por salir de allí, no gritamos ni pedimos ayuda y nos conformamos con nuestra situación. Los deseos de ver le salvaron a Bartimeo. Puede que lo cómodo hubiera sido que no hubiera molestado a Jesús como le aconsejaban los que no buscaban su bien; pero se arriesgó, aprovechó la ocasión de su vida y acabó viendo.

Su grito no es resignado ni desesperado. Es un grito de fe: “Jesús, hijo de David, ten compasión de mí”. Bartimeo, a pesar de su ceguera, es capaz de reconocer en Jesús al Mesías esperado. Confía en la compasión y en el poder de ese hombre que pasa por el camino para devolverle la salud. Y se atreve a llamarlo a gritos. En cambio, la gente trata de acallarlo, alegando que va a “molestar” al Maestro.

Al ser llamado por Jesús, se quita y abandona el manto, indicando que quiere dejar también su condición y credencial de ciego. Bartimeo se ha sentido “tocado” por la cercanía de Jesús y no muestra ningún “respeto” humano para manifestarse públicamente como necesitado y esperanzado. Y Jesús, a su vez, podemos decir que se ha sentido también “tocado” por el grito de aquel discapacitado y siente compasión.

Y viene un segundo plano, corto, cercano, de tú a tú, entre Jesús y Bartimeo. “¿Qué quieres que haga por ti?”, le dice Jesús. “Señor, que vea otra vez”, responde Bartimeo. “Recobra la vista, tu fe te ha curado”, es la respuesta de Jesús.

Es precioso e impresionante a la vez. El ciego le reconoce como el Señor, ve quién es Jesús. Y Jesús le ha llamado y al tenerlo frente a Él hace esa pregunta que parece hacernos a todos: “¿Qué quieres que haga por ti?”. A algunas personas les puede llevar toda la vida descubrir la respuesta, pero es la invitación del evangelio que hoy nos hace. ¿Qué es para mí hoy “ver otra vez”? Estamos cansados de tantas cosas, deseos, ilusiones, ideales frustrados… ¿Estoy dispuesto a “ver otra vez”, a volver a ilusionarme, comprometerme, entregarme…con esa ingenuidad en la mirada y limpieza de corazón, con generosidad?

Termina el relato con un plano amplio: el que era ciego se convierte en seguidor de Jesús “Y todo el pueblo, al ver esto, alababa a Dios”. Con nuestra vida testimoniamos aquello en lo que creemos. El encuentro con Jesús nos transforma y los demás son testigos de ello. No es algo privado y personal, repercute en lo que hacemos, tiene efectos. Todo contagia y tiene una repercusión, también la fe. Descubrir a Jesús y confesarle, dejar que me transforme y seguirle, provoca, más allá de la extrañeza, la alabanza y el reconocimiento de los otros hacia Dios.

Bartimeo pasó de ser un mendigo y marginado a ser un seguidor de Jesús. Acabó como un discípulo valiente y agradecido, siguiendo a Jesús por su mismo camino, sin saber todavía que aquel camino les llevaba a Jerusalén. El evangelio no nos dice más de Bartimeo, ni hace falta. Intuimos que, al seguir a Jesús por su mismo camino, se convirtió en el modelo de todo discípulo: abrió su corazón para cambiar sus costumbres anteriores en las nuevas actitudes del Reino de Dios; y no se perdería nada de lo que Jesús decía y hacía para ir adquiriendo valores nuevos, los del Reino. Y, después de la Resurrección, se convertiría en testigo, y así viviría y moriría. Todo porque Bartimeo, haciendo caso omiso de los que le aconsejaban silencio y resignación, optó por gritar hasta que Jesús se fijara en él. ¡Estaba en juego su vida! Y la ganó, como todos los que se encontraron con Jesús y apostaron por él.

Que Dios los bendiga y los proteja.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 




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