febrero 1, 2024 in Evangelios

Lecturas del 2 de febrero del 2024 :: Fiesta de la Presentación del Señor

Primera lectura

Mal 3, 1-4
Esto dice el Señor: “He aquí que yo envío a mi mensajero. Él preparará el camino delante de mí. De improviso entrará en el santuario el Señor, a quien ustedes buscan, el mensajero de la alianza a quien ustedes desean. Miren: Ya va entrando, dice el Señor de los ejércitos.

¿Quién podrá soportar el día de su venida? ¿Quién quedará en pie cuando aparezca? Será como fuego de fundición, como la lejía de los lavanderos. Se sentará como un fundidor que refina la plata; como a la plata y al oro, refinará a los hijos de Leví y así podrán ellos ofrecer, como es debido, las ofrendas al Señor. Entonces agradará al Señor la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados, como en los años antiguos”.

Salmo Responsorial

Salmo 23, 7. 8. 9. 10
R. (10b) El Señor es el rey de la gloria.
¡Puertas, ábranse de par en par;
agrándense, portones eternos,
porque va a entrar el rey de la gloria!
R. El Señor es el rey de la gloria.
¿Y quién es el rey de la gloria?
Es el Señor, fuerte y poderoso,
el Señor, poderoso en la batalla.
R. El Señor es el rey de la gloria.
¡Puertas, ábranse de par en par;
agrándense, portones eternos,
porque va a entrar el rey de la gloria!
R. El Señor es el rey de la gloria.
¿Y quién es el rey de la gloria?
El Señor, Dios de los ejércitos,
es el rey de la gloria.
R. El Señor es el rey de la gloria.

Segunda lectura

Heb 2, 14-18
Hermanos: Todos los hijos de una familia tienen la misma sangre; por eso, Jesús quiso ser de nuestra misma sangre, para des¬truir con su muerte al diablo, que mediante la muerte, dominaba a los hombres, y para liberar a aquellos que, por temor a la muerte, vivían como esclavos toda su vida.

Pues como bien saben, Jesús no vino a ayudar a los ángeles, sino a los descendientes de Abraham; por eso tuvo que hacerse semejante a sus hermanos en todo, a fin de llegar a ser sumo sacerdote, misericordioso con ellos y fiel en las relaciones que median entre Dios y los hombres, y expiar así los pecados del pueblo. Como él mismo fue probado por medio del sufrimiento, puede ahora ayudar a los que están sometidos a la prueba.

Aclamación antes del Evangelio

Lc 2, 32
R. Aleluya, aleluya.
Tú eres, Señor, la luz que alumbra a las naciones
y la gloria de tu pueblo, Israel.
R. Aleluya.

Evangelio

Lc 2, 22-40
Transcurrido el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, ella y José llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley: Todo primogénito varón será consagrado al Señor, y también para ofrecer, como dice la ley, un par de tórtolas o dos pichones.

Vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón, varón justo y temeroso de Dios, que aguardaba el consuelo de Israel; en él moraba el Espíritu Santo, el cual le había revelado que no moriría sin haber visto antes al Mesías del Señor. Movido por el Espíritu, fue al templo, y cuando José y María entraban con el niño Jesús para cumplir con lo prescrito por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios, diciendo:

“Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo,
según lo que me habías prometido,
porque mis ojos han visto a tu Salvador,
al que has preparado para bien de todos los pueblos;
luz que alumbra a las naciones
y gloria de tu pueblo, Israel”.

El padre y la madre del niño estaban admirados de semejantes palabras. Simeón los bendijo, y a María, la madre de Jesús, le anunció: “Este niño ha sido puesto para ruina y resurgimiento de muchos en Israel, como signo que provocará contradicción, para que queden al descubierto los pensamientos de todos los corazones. Y a ti, una espada te atravesará el alma”.

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana. De joven, había vivido siete años casada, y tenía ya ochenta y cuatro años de edad. No se apartaba del templo ni de día ni de noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Ana se acercó en aquel momento, dando gracias a Dios y hablando del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.

Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y fortaleciéndose, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con él.

O bien:

Lc 2, 22-32
Transcurrido el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, ella y José llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley: Todo primogénito varón será consagrado al Señor, y también para ofrecer, como dice la ley, un par de tórtolas o dos pichones.

Vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón, varón justo y temeroso de Dios, que aguardaba el consuelo de Israel; en él moraba el Espíritu Santo, el cual le había revelado que no moriría sin haber visto antes al Mesías del Señor. Movido por el Espíritu, fue al templo, y cuando José y María entraban con el niño Jesús para cumplir con lo prescrito por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios, diciendo:

“Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo,
según lo que me habías prometido,
porque mis ojos han visto a tu Salvador,
al que has preparado para bien de todos los pueblos;
luz que alumbra a las naciones
y gloria de tu pueblo, Israel”.

Reflexión

En la Fiesta de la Presentación del Señor, nos encontramos frente a un pasaje del Evangelio según San Lucas que nos invita a reflexionar sobre la profundidad y el simbolismo de esta celebración. Este evento, también conocido como la Candelaria, nos lleva a meditar sobre el misterio de Jesús presentado en el templo, no solo como un rito de purificación según la ley mosaica, sino también como un acto que revela la luz de Cristo al mundo.

El texto de Lucas 2, 22-40 nos narra cómo María y José, cumpliendo con la ley judía, llevan al niño Jesús al templo para presentarlo al Señor. Esta acción, aunque profundamente enraizada en la tradición judía, va más allá de las normas religiosas de la época y se convierte en un símbolo de la presentación de toda la humanidad ante Dios. En la figura de Jesús, presentado en el templo, vemos el cumplimiento de las promesas divinas, un punto de encuentro entre el ser humano y Dios. 

En este pasaje, encontramos dos figuras clave: Simeón y Ana. Simeón, un hombre justo y devoto, esperaba la consolación de Israel y, guiado por el Espíritu Santo, llega al templo justo en el momento en que Jesús es presentado. Al tomar al niño en sus brazos, proclama un cántico que revela la misión salvífica de Jesús no solo para Israel, sino para todas las naciones. Este cántico, conocido como el “Nunc Dimittis”, es una profunda expresión de fe y reconocimiento de que en Jesús se cumple la promesa de salvación y luz para iluminar a las naciones.

Por otro lado, Ana, una profetisa anciana, que también estaba en el templo, da gracias a Dios y habla del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Su presencia y acción subrayan el tema de la espera y la revelación de Dios en lo cotidiano y lo humilde.

Es importante hacer una pausa y preguntarnos sobre cómo presentamos nuestras vidas ante Dios. La presentación de Jesús en el templo es un llamado a reconocer nuestra propia necesidad de ser presentados y purificados. En el ajetreo de este mundo muchas veces nos perdemos en el materialismo, la historia de la Presentación nos recuerda la importancia de dedicar tiempo para estar en presencia de Dios, reconociendo que en la sencillez y en los pequeños gestos se revela la grandeza de Dios.

Además, la figura de Simeón y Ana nos enseña sobre la espera activa y la fe perseverante. Hoy en día cuando el inmediatismo y la gratificación rápida a menudo prevalecen, la paciencia y la constancia de estos dos personajes nos muestran que la verdadera esperanza reside en la confianza y la fidelidad a las promesas de Dios. Así, en un contexto donde la incertidumbre y el cambio son constantes, la historia de la Presentación nos ofrece esperanza y luz, recordándonos que, nuestra vida encuentra su verdadero sentido y plenitud en la presencia de lo divino.




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