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abril 20, 2022 in Evangelios

Lecturas del día 20 de Abril de 2022

Primera lectura

Hch 3, 1-10

En aquel tiempo, Pedro y Juan subieron al templo para la oración vespertina, a eso de las tres de la tarde. Había allí un hombre lisiado de nacimiento, a quien diariamente llevaban y ponían ante la puerta llamada la “Hermosa”, para que pidiera limosna a los que entraban en el templo.

Aquel hombre, al ver a Pedro y a Juan cuando iban a entrar, les pidió limosna. Pedro y Juan fijaron en él los ojos, y Pedro le dijo: “Míranos”. El hombre se quedó mirándolos en espera de que le dieran algo. Entonces Pedro le dijo: “No tengo ni oro ni plata, pero te voy a dar lo que tengo: En el nombre de Jesucristo nazareno, levántate y camina”. Y, tomándolo de la mano, lo incorporó.

Al instante sus pies y sus tobillos adquirieron firmeza. De un salto se puso de pie, empezó a andar y entró con ellos al templo caminando, saltando y alabando a Dios.

Todo el pueblo lo vio caminar y alabar a Dios, y al darse cuenta de que era el mismo que pedía limosna sentado junto a la puerta “Hermosa” del templo, quedaron llenos de miedo y no salían de su asombro por lo que había sucedido.

Salmo Responsorial

Salmo 104, 1-2. 3-4. 6-7. 8-9

R. (5b) Cantemos al Señor con alegría. Aleluya.
Aclamen al Señor y denle gracias,
relaten sus prodigios a los pueblos.
Entonen en su honor himnos y cantos,
celebren sus portentos.
R. 
Cantemos al Señor con alegría. Aleluya.
Del nombre del Señor enorgullézcanse
y siéntase feliz el que lo busca.
Recurran al Señor y a su poder,
y a su presencia acudan.
R. 
Cantemos al Señor con alegría. Aleluya.
Descendientes de Abrahán, su servidor,
estirpe de Jacob, su predilecto,
escuchen: el Señor es nuestro Dios
y gobiernan la tierra sus decretos.
R. 
Cantemos al Señor con alegría. Aleluya.
Ni aunque transcurran mil generaciones,
se olvidará el Señor de sus promesas,
de la alianza pactada con Abraham,
del juramento a Isaac, que un día le hiciera.
R. 
Cantemos al Señor con alegría. Aleluya.

Aclamación antes del Evangelio

Sal 117, 24

R. Aleluya, aleluya.
Éste es el día del triunfo del Señor,
día de júbilo y de gozo.
R. Aleluya.

Evangelio

Lc 24, 13-35

El mismo día de la resurrección, iban dos de los discípulos hacia un pueblo llamado Emaús, situado a unos once kilómetros de Jerusalén, y comentaban todo lo que había sucedido.

Mientras conversaban y discutían, Jesús se les acercó y comenzó a caminar con ellos; pero los ojos de los dos discípulos estaban velados y no lo reconocieron. Él les preguntó: “¿De qué cosas vienen hablando, tan llenos de tristeza?”

Uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: “¿Eres tú el único forastero que no sabe lo que ha sucedido estos días en Jerusalén?” Él les preguntó: “¿Qué cosa?” Ellos le respondieron: “Lo de Jesús el nazareno, que era un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo. Cómo los sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él sería el libertador de Israel, y sin embargo, han pasado ya tres días desde que estas cosas sucedieron. Es cierto que algunas mujeres de nuestro grupo nos han desconcertado, pues fueron de madrugada al sepulcro, no encontraron el cuerpo y llegaron contando que se les habían aparecido unos ángeles, que les dijeron que estaba vivo. Algunos de nuestros compañeros fueron al sepulcro y hallaron todo como habían dicho las mujeres, pero a él no lo vieron”.

Entonces Jesús les dijo: “¡Qué insensatos son ustedes y qué duros de corazón para creer todo lo anunciado por los profetas! ¿Acaso no era necesario que el Mesías padeciera todo esto y así entrara en su gloria?” Y comenzando por Moisés y siguiendo con todos los profetas, les explicó todos los pasajes de la Escritura que se referían a él.

Ya cerca del pueblo a donde se dirigían, él hizo como que iba más lejos; pero ellos le insistieron, diciendo: “Quédate con nosotros, porque ya es tarde y pronto va a oscurecer”. Y entró para quedarse con ellos. Cuando estaban a la mesa, tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él se les desapareció. Y ellos se decían el uno al otro: “¡Con razón nuestro corazón ardía, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras!”

Se levantaron inmediatamente y regresaron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, los cuales les dijeron: “De veras ha resucitado el Señor y se le ha aparecido a Simón”. Entonces ellos contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

Palabra de Dios, te alabamos Señor

Reflexión

Hermanas y hermanos

El pasaje del evangelio que acabamos de escuchar es uno de los más bellos porque recoge nuestra propia experiencia en el seguimiento de Jesús, nuestra vida de fe.  Si ponemos atención a los detalles, a los personajes, al diálogo, a los gestos…  Así es nuestra vida de fe.  El Señor resucitado se hace presente en nuestro caminar para disipar nuestras dudas, temores, frustraciones y desencantos; y para convertirnos es testigos de su presencia viva entre nosotros.

El pasaje, muchas veces escuchado y comentado, es una catequesis sobre lo que la Palabra de Dios significa en nuestra vida y lo indispensable que es la celebración de la Eucaristía para encontrarnos con Cristo resucitado.

Los dos discípulos que se alejan de Jerusalén desencantados después de la tragedia de la cruz, nos muestran elocuentemente la profunda decepción que siguió a la muerte del Maestro.  Los discípulos no sólo estaban tristes y dolidos por lo que le había pasado a su Maestro, sino también afectados por todo lo que eso significaba: decepción, desencanto, desánimo, cansancio, pérdida de la esperanza.  Su situación emocional y espiritual queda plasmada en la afirmación que ellos mismos hacen: “Nosotros esperábamos que él sería el libertador de Israel…”

Esa es también la experiencia que muchas veces vivimos nosotros.  ¿Cuántas veces nos cansamos y nos frustramos en nuestra vida personal, profesional, familiar y eclesial? ¿Cuántas veces nuestras esperanzas se vienen al suelo porque no vemos los resultados que esperábamos? ¿Cuántas veces huimos de nuestra realidad como lo están haciendo estos discípulos?

Pero el Señor, en su infinita misericordia no nos deja solos.  Él camina con nosotros en esas condiciones aunque no lo reconozcamos, o nos cueste mucho ver su presencia. En el evangelio de hoy Jesús mismo, de incógnito, se une a los discípulos por el camino y provoca una animada conversación sobre lo sucedido y su relación con la Escritura. Ellos conocían la tradición de esa Escritura sobre el Mesías; incluso habían abrigado la esperanza de que éste se hubiera hecho presente en Jesús de Nazaret, pues fueron testigos de lo sorprendente de su persona. Pero, a la vista del desenlace de su vida, se habían desvanecido enteramente esas expectativas.

Entonces Jesús les ayuda a interpretar esa Escritura de acuerdo con el designio de Dios: ya la ley y los profetas hablaban de un Mesías así, sin triunfalismo ni brillo aparente, cuya misión se realizaría a través del sufrimiento y de la marginación.  La Palabra de Dios comienza a iluminar lo que había sucedido. Y en el corazón de aquellos hombres, como reconocerían después, algo comenzaba a arder ante esas luminosas explicaciones.

El punto culminante tiene lugar cuando están a la mesa: al partir el pan.  Allí lo reconocen con claridad y esa experiencia transforma su vida.  Esto también nos ocurre a nosotros: la Eucaristía es el centro de nuestra vida de fe.  Es el punto de partida y el punto de llegada.  Toda nuestra vida gira en torno a la Eucaristía porque es allí donde el Señor se nos presenta resucitado y transforma nuestra vida.

También hoy Jesús viene a nuestro encuentro. También hoy podemos repetir la misma experiencia de esos dos discípulos.  Sobre este evangelio el Papa Francisco comenta: “Son tres pasos que también nosotros podemos dar en nuestras casas: primero, abrir el corazón a Jesús, confiándole las cargas, las dificultades, las desilusiones de la vida, confiándole los “si”; y luego, segundo paso, escuchar a Jesús, tomar el Evangelio en mano, leyendo hoy mismo este pasaje, en el capítulo veinticuatro del Evangelio de Lucas; tercero, rezar a Jesús, con las mismas palabras de aquellos discípulos: “Señor, «quédate con nosotros». Señor, quédate conmigo. Señor, quédate con todos nosotros, porque te necesitamos para encontrar el camino. Y sin ti es de noche”.

¡El Señor ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!




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