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febrero 2, 2022 in Evangelios

Lecturas del día 2 de Febrero de 2022

Primera Lectura

Mal 3, 1-4

Esto dice el Señor: “He aquí que yo envío a mi mensajero. Él preparará el camino delante de mí. De improviso entrará en el santuario el Señor, a quien ustedes buscan, el mensajero de la alianza a quien ustedes desean. Miren: Ya va entrando, dice el Señor de los ejércitos.

¿Quién podrá soportar el día de su venida? ¿Quién quedará en pie cuando aparezca? Será como fuego de fundición, como la lejía de los lavanderos. Se sentará como un fundidor que refina la plata; como a la plata y al oro, refinará a los hijos de Leví y así podrán ellos ofrecer, como es debido, las ofrendas al Señor. Entonces agradará al Señor la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados, como en los años antiguos’’.

Salmo Responsorial

Salmo 23, 7. 8. 9. 10

R. (10b)  El Señor es el rey de la gloria.
¡Puertas, ábranse de par en par;
agrándense, portones eternos,
porque va a entrar el rey de la gloria! R.
R. El Señor es el rey de la gloria.
¿Y quién es el rey de la gloria?
Es el Señor, fuerte y poderoso,
el Señor, poderoso en la batalla. R.
R. El Señor es el rey de la gloria.
¡Puertas, ábranse de par en par;
agrándense, portones eternos,
porque va a entrar el rey de la gloria! R.
R. El Señor es el rey de la gloria.
¿Y quién es el rey de la gloria?
El Señor, Dios de los ejércitos,
es el rey de la gloria. R.
R. El Señor es el rey de la gloria.

Segunda Lectura

Heb 2, 14-18

Hermanos: Todos los hijos de una familia tienen la misma sangre; por eso, Jesús quiso ser de nuestra misma sangre, para des­truir con su muerte al diablo, que mediante la muerte, dominaba a los hombres, y para liberar a aquellos que, por temor a la muerte, vivían como esclavos toda su vida.

Pues como bien saben, Jesús no vino a ayudar a los ángeles, sino a los descendientes de Abraham; por eso tuvo que hacerse semejante a sus hermanos en todo, a fin de llegar a ser sumo sacerdote, misericordioso con ellos y fiel en las relaciones que median entre Dios y los hombres, y expiar así los pecados del pueblo. Como él mismo fue probado por medio del sufrimiento, puede ahora ayudar a los que están sometidos a la prueba.

Aclamación antes del Evangelio

Lc 2, 32

R. Aleluya, aleluya.
Tú eres, Señor, la luz que alumbra a las naciones
y la gloria de tu pueblo, Israel.
R. Aleluya.

Evangelio

Lc 2, 22-40

Transcurrido el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, ella y José llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley: Todo primogénito varón será consagrado al Señor, y también para ofrecer, como dice la ley, un par de tórtolas o dos pichones.

Vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón, varón justo y temeroso de Dios, que aguardaba el consuelo de Israel; en él moraba el Espíritu Santo, el cual le había revelado que no moriría sin haber visto antes al Mesías del Señor. Movido por el Espíritu, fue al templo, y cuando José y María entraban con el niño Jesús para cumplir con lo prescrito por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios, diciendo:

“Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo,
según lo que me habías prometido,
porque mis ojos han visto a tu Salvador,
al que has preparado para bien de todos los pueblos;
luz que alumbra a las naciones
y gloria de tu pueblo, Israel”.

El padre y la madre del niño estaban admirados de semejantes palabras. Simeón los bendijo, y a María, la madre de Jesús, le anunció: “Este niño ha sido puesto para ruina y resurgimiento de muchos en Israel, como signo que provocará contradicción, para que queden al descubierto los pensamientos de todos los corazones. Y a ti, una espada te atravesará el alma”.

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana. De joven, había vivido siete años casada, y tenía ya ochenta y cuatro años de edad. No se apartaba del templo ni de día ni de noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Ana se acercó en aquel momento, dando gracias a Dios y hablando del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.

Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y fortaleciéndose, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con él.

Palabra de Dios, te alabamos Señor.

Reflexión

Hermanas y hermanos

Han pasado cuarenta días desde que celebramos la Navidad, la gran fiesta de la Encarnación de Dios, y hoy celebramos la fiesta de la Presentación del Señor en el templo.  Ésta es una fiesta antiquísima de origen oriental. La Iglesia de Jerusalén la celebraba ya en el siglo IV y desde allí se fue extendiendo a las otras iglesias de Oriente y Occidente.  En el siglo VII, si no antes, había sido introducida en Roma.

Con esta fiesta celebramos una llegada y un encuentro: la llegada del Mesías anunciado por los profetas y esperado por el pueblo judío, y el encuentro de este Mesías Salvador con su pueblo, representados por dos ancianos: Simeón y Ana.  Efectivamente, el evangelio que hemos escuchado nos narra este acontecimiento, donde estos dos personajes, por su edad avanzada, simbolizan los siglos de espera y anhelo ferviente de la llegada de los tiempos mesiánicos. En realidad, ellos representan la esperanza y el anhelo de toda la humanidad.

El evangelio de hoy comienza señalando que ha “transcurrido el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés” y “ella y José llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor de acuerdo con lo escrito en la ley”.  Es llamativo el énfasis que hace el evangelista, aquí y a lo largo de todo este pasaje, en que se cumple a cabalidad todo lo prescrito por la ley.  Lo cual significa que el Niño Jesús presentado en el Templo de Jerusalén, centro mismo de la religión judía, es el punto culminante de toda la historia de salvación y da pleno cumplimiento a la ley y a los profetas.  Jesús mismo dirá en el Sermón de la montaña: “No he venido a abolir la ley, sino a darle plenitud”.

En la escena aparecen los ancianos Simeón y Ana que, como ya hemos dicho, representan al pueblo judío y su edad avanzada simbolizan los siglos de espera del Mesías.  Efectivamente, Simeón, varón justo y temeroso de Dios, aguardaba el consuelo de Israel.  Y Ana daba gracias a Dios y hablaba de aquel niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.  Consuelo y liberación de Israel.  Eso era lo que Israel esperaba y eso es lo que descubren en aquel niño.

En el mismo Templo de Jerusalén, corazón de la religión judía, Jesús es proclamado Mesías.  No con un acto pomposo, ni por las autoridades religiosas o políticas, sino por dos humildes personas que, de una manera sencilla pero contundente, proclaman que el Mesías ha llegado: “Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo, según lo que me habías prometido, porque mis ojos han visto a tu Salvador, al que has preparado para bien de todos los pueblos; luz que alumbra a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel”.

La presencia del Niño Jesús en el Templo hace que aparezca de nuevo la gloria de Yahvé habitando en su casa. Jesús es la presencia nueva y definitiva de Dios en medio de su pueblo. Está presente como Salvador. El Niño acaba de recibir un nombre, Jesús, es decir “Salvador”.  Pero la salvación que trae este Niño traspasa las fronteras de Israel porque es una salvación para todos los pueblos.  La salvación de Dios es universal. La salvación es luz que da sentido a la vida. El Niño es la Luz en brazos de Simeón. La salvación es gloria para Israel, presencia de Dios en medio de su pueblo.}

Esa salvación ha llegado hasta nosotros y hoy celebramos ese acontecimiento.  Más que una fiesta donde se bendicen velas, hoy debemos celebrar poniendo la atención en el significado profundo de este acontecimiento; y con alegría desbordante glorificar a Dios por el extraordinario regalo que nos ha hecho.  Dejar que la luz de ese Niño ilumine nuestro corazón, nuestra vida, nuestra familia y todo nuestro mundo, para que su salvación vaya haciéndose realidad.  Dios se hace presente en medio de su pueblo y nos ofrece su salvación.

Que Dios los bendiga y los proteja.




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