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noviembre 20, 2021 in Evangelios

Lecturas del día 20 de Noviembre de 2021

Primera Lectura

1 Mc 6, 1-13

Cuando recorría las regiones altas de Persia, el rey Antíoco se enteró de que había una ciudad llamada Elimaida, famosa por sus riquezas de oro y plata. En su riquísimo templo se guardaban los yelmos de oro, las corazas y las armas dejadas ahí por Alejandro, hijo de Filipo y rey de Macedonia, que fue el primero que reinó sobre los griegos.

Antíoco se dirigió a Elimaida, con intención de apoderarse de la ciudad y de saquearla. Pero no lo consiguió, porque al conocer sus propósitos, los habitantes le opusieron resistencia y tuvo que salir huyendo y marcharse de ahí con gran tristeza, para volverse a Babilonia.

Todavía se hallaba en Persia, cuando llegó un mensajero que le anunció la derrota de las tropas enviadas a la tierra de Judá. Lisias, que había ido al frente de un poderoso ejército, había sido derrotado por los judíos. Estos se habían fortalecido con las armas, las tropas y el botín capturado al enemigo. Además, habían destruido el altar pagano levantado por él sobre el altar de Jerusalén. Habían vuelto a construir una muralla alta en torno al santuario y a la ciudad de Bet-Sur.

Ante tales noticias, el rey se impresionó y se quedó consternado, a tal grado, que cayó en cama, enfermo de tristeza, por no haberle salido las cosas como él había querido. Permaneció ahí muchos días, cada vez más triste y pensando que se iba a morir. Entonces mandó llamar a todos sus amigos y les dijo: “El sueño ha huido de mis ojos y me siento abrumado de preocupación. Y me pregunto: ‘¿Por qué estoy tan afligido ahora y tan agobiado por la tristeza, si me sentía tan feliz y amado, cuando era poderoso? Pero ahora me doy cuenta del daño que hice en Jerusalén, cuando me llevé los objetos de oro y plata que en ella había, y mandé exterminar sin motivo a los habitantes de Judea. Reconozco que por esta causa me han sobrevenido estas desgracias y que muero en tierra extraña, lleno de tristeza’ ”.

Salmo Responsorial

Salmo 9, 2-3. 4 y 6. 16b y 19

R. (cf 16a) Cantemos al Señor, nuestro salvador.
Te doy gracias, Señor, de todo corazón,
y proclamaré todas tus maravillas;
me alegro y me regocijo contigo
y toco en tu honor, Altísimo.
R. Cantemos al Señor, nuestro salvador.
Porque mis enemigos retrocedieron,
cayeron y perecieron ante ti.
Reprendiste a los pueblos, destruiste al malvado
y borraste para siempre su recuerdo.
R. Cantemos al Señor, nuestro salvador.
Los pueblos se han hundido en la tumba que hicieron,
su pie quedó atrapado en la red que escondieron.
Tú, Señor, jamás olvidas al pobre
y la esperanza del humilde jamás perecerá.
R. Cantemos al Señor, nuestro salvador.

Aclamación antes del Evangelio

Cfr 2 Tim 1, 10

R. Aleluya, aleluya.
Jesucristo, nuestro salvador, ha vencido la muerte
y ha hecho resplandecer la vida por medio del Evangelio.
R. Aleluya.

Evangelio

Lc 20, 27-40

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús algunos saduceos. Como los saduceos niegan la resurrección de los muertos, le preguntaron: “Maestro, Moisés nos dejó escrito que si alguno tiene un hermano casado que muere sin haber tenido hijos, se case con la viuda para dar descendencia a su hermano. Hubo una vez siete hermanos, el mayor de los cuales se casó y murió sin dejar hijos. El segundo, el tercero y los demás, hasta el séptimo, tomaron por esposa a la viuda y todos murieron sin dejar sucesión. Por fin murió también la viuda. Ahora bien, cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será esposa la mujer, pues los siete estuvieron casados con ella?”

Jesús les dijo: “En esta vida, hombres y mujeres se casan, pero en la vida futura, los que sean juzgados dignos de ella y de la resurrección de los muertos, no se casarán ni podrán ya morir, porque serán como los ángeles e hijos de Dios, pues él los habrá resucitado.

Y que los muertos resucitan, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob. Porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven’’.

Entonces, unos escribas le dijeron: “Maestro, has hablado bien”. Y a partir de ese momento ya no se atrevieron a preguntarle nada.

Palabra de Dios, te alabamos Señor.

Reflexión

Hermanas y hermanos

El evangelio de hoy nos presenta una cuestión teológica muy discutida en tiempos de Jesús, la cuestión sobre la fe en la resurrección. Los saduceos, la negaban, mientras que los fariseos la afirmaban. Hay que tener presente que estos dos grupos eran los más relevantes en la sociedad judía del tiempo de Jesús. Unos, los saduceos, eran los más poderosos; los otros, los fariseos, eran los más religiosos y “perfectos” en el cumplimiento de la Ley. Pero el pueblo sencillo quedaba al margen de estas disputas teológicas que a ellos les decían muy poco.

Pues bien, el evangelio de hoy se inicia con una cuestión que le presentan a Jesús los saduceos. Se acercan a Jesús y le proponen un caso de la llamada “ley del levirato”. Según esa ley si un varón moría sin descendencia, uno de sus hermanos debía casarse con la viuda para perpetuar su nombre en los hijos que tuvieran. En este caso le proponen una situación extrema donde la mujer queda viuda siete veces, ¿Qué ocurrirá en la otra vida? ¿De cuál de ellos será la mujer? Con esta pregunta pretenden poner a Jesús en evidencia y dejarlo sin palabras.

La respuesta de Jesús no se hace esperar. La pregunta daba por supuesto que la vida en el más allá es semejante a la actual. Jesús corrige esta visión. La vida definitiva junto a Dios, aunque es prolongación de esta, no puede reproducirla sin más. Es una vida totalmente nueva. Por eso la podemos esperar, pero nunca describir o explicar. Por un lado, el “cielo” es una novedad que está más allá de cualquier experiencia terrena, y por otro, es una vida en la que se dará cumplimiento pleno a nuestras aspiraciones más profundas.

Jesús como buen maestro y teniendo frente a Él a expertos en las Escrituras, para mostrar esto, se apoya en ellas, en concreto en un texto del libro del Éxodo cuya autoridad era reconocida por sus contrincantes saduceos. El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob no es un Dios de muertos sino de vivos. Dios, fuente inagotable de vida, no vive rodeado de muertos. La muerte no puede destruir el amor y la fidelidad de Dios hacia ellos. Se trata pues, de una vida absolutamente distinta a la nuestra porque es la plenitud de la vida: la vida en Dios mismo. De modo que cuando lloramos a los que hemos perdido, Dios los contempla llenos de vida porque los ha acogido en su amor de Padre.

La sociedad moderna no sabe muy bien qué hacer con esa realidad ineludible llamada “muerte” y en la cual, antes de encontrarnos con la nuestra, nos encontramos frente a frente con la de personas queridas: abuelos, padres, amigos.  En esta época, al ir terminando el año litúrgico el evangelio nos propone este texto sobre la resurrección de los muertos y la “otra vida” que es “vida plena”. Los cristianos y cristianas tenemos como horizonte la resurrección. Los que creemos en Jesús, creemos que Dios no abandona a nuestros muertos; que estos no son seres etéreos que vagan por mundos desconocidos. Morir no es perderse, es entrar en la vida de Dios, en su vida para siempre, es vivir transformados por su amor.

Nuestros difuntos no están muertos, están vivos. Ellos ya viven en la plenitud de lo que soñaron un día. Su presencia es real y nos acompaña de otra forma diferente a como lo hicieron en la tierra. Su capacidad de amar se ha hecho infinita, y la comunión con nosotros traspasa las fronteras de esta vida. La muerte nos sumerge en nuevas formas de comunión que atraviesan las fronteras del espacio y el tiempo.  Porque “el amor no pasa nunca”. Sin embargo, la fe no nos ahorra ni un poco el dolor que produce la perdida de aquellos a quienes amamos. Su muerte nos desconcierta y nos sentimos impotentes. Pero, desde la fe cristiana todo se ve y se vive de una manera diferente.

Que Dios los bendiga y los proteja.




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