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noviembre 4, 2021 in Evangelios

Lecturas del día 4 de Noviembre de 2021

Primera Lectura

Rom 14, 7-12

Hermanos: Ninguno de nosotros vive para sí mismo, ni muere para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Por lo tanto, ya sea que estemos vivos o que hayamos muerto, somos del Señor. Porque Cristo murió y resucitó para ser Señor de vivos y muertos.

Pero tú, ¿por qué juzgas mal a tu hermano? ¿Por qué lo desprecias? Todos vamos a comparecer ante el tribunal de Dios. Como dice la Escritura: Juro por mí mismo, dice el Señor, que todos doblarán la rodilla ante mí y todos reconocerán públicamente que yo soy Dios.

En resumen: cada uno de nosotros tendrá que dar cuenta de sí mismo a Dios.

Salmo Responsorial

Salmo 26, 1. 4. 13-14

R. (13)  El Señor es mi luz y mi salvación. 
El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién voy a tenerle miedo?
El Señor es la defensa de mi vida,
¿quién podrá hacerme temblar? R.
R. El Señor es mi luz y mi salvación.
Lo único que pido, lo único que busco
es vivir en la casa del Señor toda mi vida,
para disfrutar las bondades del Señor
y estar continuamente en su presencia. R.
R. El Señor es mi luz y mi salvación.
La bondad del Señor espero ver
en esta misma vida.
Armate de valor y fortaleza
y en el Señor confía. R.
R. El Señor es mi luz y mi salvación.

Aclamación antes del Evangelio

R. Aleluya, aleluya.
Vengan a mí, todos los que están fatigados
y agobiados por la carga,
y yo les daré alivio, dice el Señor.
R. Aleluya.

Evangelio

Lc 15, 1-10

En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo; por lo cual los fariseos y los escribas murmuraban entre sí: “Este recibe a los pecadores y come con ellos”.

Jesús les dijo entonces esta parábola: “¿Quién de ustedes, si tiene cien ovejas y se le pierde una, no deja las noventa y nueve en el campo y va en busca de la que se le perdió hasta encontrarla? Y una vez que la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría y al llegar a su casa, reúne a los amigos y vecinos y les dice: ‘Alégrense conmigo, porque ya encontré la oveja que se me había perdido’. Yo les aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos, que no necesitan arrepentirse.

¿Y qué mujer hay, que si tiene diez monedas de plata y pierde una, no enciende luego una lámpara y barre la casa y la busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas y les dice: ‘Alégrense conmigo, porque ya encontré la moneda que se me había perdido’. Yo les aseguro que así también se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se arrepiente”.

Palabra de Dios, te alabamos Señor.

Reflexión

Hermanas y hermanos

Nos encontramos en el capítulo 15 del evangelio de San Lucas.  Un capítulo particularmente hermoso, donde encontramos las parábolas de la misericordia, dos de las cuales hemos escuchado en el evangelio de hoy y la tercera, que cierra con broche de oro, conocida como la parábola del Hijo Pródigo.  Un conjunto de parábolas que nos muestran cómo es el corazón de Dios.

Jesús, con sus actitudes y acciones, muestra con claridad cómo es el corazón de Dios Padre.  Se reúne con publicanos y pecadores y come con ellos.  Esa es la crítica de los recelosos fariseos, que se consideraban perfectos cumplidores de la ley y, por tanto, personas justas y santas. Y ante sus recelos y prejuicios, Jesús les cuenta dos parábolas tomadas de la vida cotidiana: la parábola de la oveja perdida y la parábola de la moneda perdida. Jesús es como el pastor que va en busca de la oveja perdida dejando las noventa y nueve en el redil. Al encontrarla, se alegra y pide a todos que se alegren con él.

“Alégrense conmigo” fue tanto la petición del pastor como la petición de la mujer que encuentra la moneda que se le perdió. Porque la alegría es la respuesta espontánea de un corazón generoso que busca el bien de los demás.  Es la respuesta natural al recibir la noticia de que algo o alguien que estaba perdido ha sido encontrado.

Jesús no se queda indiferente ante la situación vital de desorientación, extravío o alejamiento de Dios que pueda vivir una persona.  Es verdad que respeta la libertad de las personas, pero buscará siempre devolverlas al buen camino.   Jesús no es de los que viven una religiosidad egoísta buscando sólo salvarse a sí mismo, sino que buscará siempre la salvación de todas las personas. Jesús cuya vida está siempre orientada a Dios Padre, busca compartir esa misma orientación con todos. No se queda en la actitud cómoda de la indiferencia, sino que cada paso que da hacia los demás, es una búsqueda comprometida de redención.

Pero esta alegría del evangelio guarda una condición: volver a Dios y experimentar su misericordia. Es la alegría por el cambio que se ha realizado con valor. Es la reorientación que una persona ha podido dar a su vida de cara a Dios. Es la alegría que se desprende porque se ha vuelto la mirada a Dios y a su amor. El retorno al amor del Señor es la causa y el motor de esa alegría. No es una alegría superficial, sino que tiene una razón de ser: me alegro contigo porque la salvación ha llegado a tu vida.

Ese cambio de vida viene de la experiencia de abrirse al amor misericordioso de Dios. El amor misericordioso de Dios (como todo verdadero amor) es siempre “débil”. Se sitúa en una posición contraria del control y de la posesividad que asfixia al amado, impidiéndole desplegar su libertad inviolable. Una oveja se puede perder, las monedas se pueden extraviar… y un hijo se puede ir de casa. No están bajo control. La posibilidad inevitable de pérdida o fuga no destruye el amor inmenso de Dios. Y ese amor se expresa en misericordia cuando lo que estaba perdido es recuperado.

El amor misericordioso de Dios (como todo verdadero amor) sabe acoger en sus entrañas el dolor. El Abbá no es de acero inoxidable. No es ni indiferente ni insensible. La pérdida de uno sólo de sus hijos hiere su corazón de padre compasivo.  Para Él, cada uno de nosotros tiene tanta importancia y valor como todo el conjunto de la humanidad. Nadie queda excluido. Dios jamás desprecia a ninguno de sus hijos e hijas.

El amor misericordioso de Dios (como todo verdadero amor) está impregnado de esperanza y de alegría. ¡Qué torrente de alusiones a la alegría por el reencuentro aparece en estas parábolas! Ejercitar la misericordia es una práctica audaz (tiene sus riesgos) y peligrosa (el otro puede despreciarla o abusar de la bondad); pero siempre culmina en gozo; un gozo contagioso que se transmite a otros.  Así es el corazón de Dios y su amor misericordioso lo podemos experimentar todos cuando le abrimos nuestro corazón.

Que Dios los bendiga y los proteja.




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