Lecturas del día 4 de Abril de 2022
Primera Lectura
En aquel tiempo vivía en Babilonia un hombre llamado Joaquín, casado con Susana, hija de Quelcías, mujer muy bella y temerosa de Dios. Sus padres eran virtuosos y habían educado a su hija según la ley de Moisés. Joaquín era muy rico y tenía una huerta contigua a su casa, donde solían reunirse los judíos, porque era estimado por todos. Aquel año habían sido designados jueces dos ancianos del pueblo; eran de aquellos de quienes había dicho el Señor: “En Babilonia, la iniquidad salió de ancianos elegidos como jueces, que pasaban por guías del pueblo”. Éstos frecuentaban la casa de Joaquín y los que tenían litigios que resolver acudían ahí a ellos. Hacia el mediodía, cuando toda la gente se había retirado ya, Susana entraba a pasear en la huerta de su marido. Los dos viejos la veían entrar y pasearse diariamente, y se encendieron de pasión por ella, pervirtieron su corazón y cerraron sus ojos para no ver al cielo ni acordarse de lo que es justo.
Un día, mientras acechaban el momento oportuno, salió ella, como de ordinario, con dos muchachas de su servicio, y como hacía calor, quiso bañarse en la huerta. No había nadie allí, fuera de los viejos, que la espiaban escondidos. Susana dijo a las doncellas: “Tráiganme jabón y perfumes, y cierren las puertas de la huerta mientras me baño”. Apenas salieron las muchachas, se levantaron los dos viejos, corrieron hacia donde estaba Susana y le dijeron: “Mira: las puertas de la huerta están cerradas y nadie nos ve. Nosotros ardemos en deseos de ti. Consiente y entrégate a nosotros. Si no, te vamos a acusar de que un joven estaba contigo y que por eso despachaste a las doncellas”. Susana lanzó un gemido y dijo: “No tengo ninguna salida; si me entrego a ustedes, será la muerte para mí; si resisto, no escaparé de sus manos. Pero es mejor para mí ser víctima de sus calumnias, que pecar contra el Señor”. Y dicho esto, Susana comenzó a gritar. Los dos viejos se pusieron a gritar también y uno de ellos corrió a abrir la puerta del jardín. Al oír los gritos en el jardín, los criados se precipitaron por la puerta lateral para ver qué sucedía. Cuando oyeron el relato de los viejos, quedaron consternados, porque jamás se había dicho de Susana cosa semejante.
Al día siguiente, todo el pueblo se reunió en la casa de Joaquín, esposo de Susana, y también fueron los dos viejos, llenos de malvadas intenciones contra ella, para hacer que la condenaran a morir. En presencia del pueblo dijeron: “Vayan a buscar a Susana, hija de Quelcías y mujer de Joaquín”. Fueron por Susana, quien acudió con sus padres, sus hijos y todos sus parientes. Todos los suyos y cuantos la conocían, estaban llorando.
Se levantaron entonces los dos viejos en medio de la asamblea y pusieron sus manos sobre la cabeza de Susana. Ella, llorando, levantó los ojos al cielo, porque su corazón confiaba en el Señor. Los viejos dijeron: “Mientras nosotros nos paseábamos solos por la huerta, entró ésta con dos criadas, luego les dijo que salieran y cerró la puerta. Entonces se acercó un joven que estaba escondido y se acostó con ella. Nosotros estábamos en un extremo de la huerta, y al ver aquella infamia, corrimos hacia ellos y los sorprendimos abrazados. Pero no pudimos sujetar al joven, porque era más fuerte que nosotros; abrió la puerta y se nos escapó. Entonces detuvimos a ésta y le preguntamos quién era el joven, pero se negó a decirlo. Nosotros somos testigos de todo esto”. La asamblea creyó a los ancianos, que habían calumniado a Susana, y la condenaron a muerte.
Entonces Susana, dando fuertes voces, exclamó: “Dios eterno, que conoces los secretos y lo sabes todo antes de que suceda, tú sabes que éstos me han levantado un falso testimonio. Y voy a morir sin haber hecho nada de lo que su maldad ha tramado contra mí”. El Señor escuchó su voz. Cuando llevaban a Susana al sitio de la ejecución, el Señor hizo sentir a un muchacho, llamado Daniel, el santo impulso de ponerse a gritar: “Yo no soy responsable de la sangre de esta mujer”.
Todo el pueblo se volvió a mirarlo y le preguntaron: “¿Qué es lo que estás diciendo?” Entonces Daniel, de pie en medio de ellos, les respondió: “Israelitas, ¿cómo pueden ser tan ciegos? Han condenado a muerte a una hija de Israel, sin haber investigado y puesto en claro la verdad. Vuelvan al tribunal, porque ésos le han levantado un falso testimonio”.
Todo el pueblo regresó de prisa y los ancianos dijeron a Daniel: “Ven a sentarte en medio de nosotros y dinos lo que piensas, puesto que Dios mismo te ha dado la madurez de un anciano”. Daniel les dijo entonces: “Separen a los acusadores, lejos el uno del otro, y yo los voy a interrogar”.
Una vez separados, Daniel mandó llamar a uno de ellos y le dijo: “Viejo en años y en crímenes, ahora van a quedar al descubierto tus pecados anteriores, cuando injustamente condenabas a los inocentes y absolvías a los culpables, contra el mandamiento del Señor: No matarás al que es justo e inocente. Ahora bien, si es cierto que los viste, dime debajo de qué árbol estaban juntos”. Él respondió: “Debajo de una acacia”. Daniel le dijo: “Muy bien. Tu mentira te va a costar la vida, pues ya el ángel ha recibido de Dios tu sentencia y te va a partir por la mitad”. Daniel les dijo que se lo llevaran, mandó traer al otro y le dijo: “Raza de Canaán y no de Judá, la belleza te sedujo y la pasión te pervirtió el corazón. Lo mismo hacían ustedes con las mujeres de Israel, y ellas, por miedo, se entregaban a ustedes. Pero una mujer de Judá no ha podido soportar la maldad de ustedes. Ahora dime, ¿bajo qué árbol los sorprendiste abrazados?” Él contestó: “Debajo de una encina”. Replicó Daniel: “También a ti tu mentira te costará la vida. El ángel del Señor aguarda ya con la espada en la mano, para partirte por la mitad. Así acabará con ustedes”.
Entonces toda la asamblea levantó la voz y bendijo a Dios, que salva a los que esperan en él. Se alzaron contra los dos viejos, a quienes, con palabras de ellos mismos, Daniel había convencido de falso testimonio, y les aplicaron la pena que ellos mismos habían maquinado contra su prójimo. Para cumplir con la ley de Moisés, los mataron, y aquel día se salvó una vida inocente.
Salmo Responsorial
R. (4a) Nada temo, Señor, porque tú estás conmigo.
El Señor es mi pastor, nada me falta:
en verdes praderas me hace reposar
y hacia fuentes tranquilas me conduce
para reparar mis fuerzas. R.
R. Nada temo, Señor, porque tú estás conmigo.
Por ser un Dios fiel a sus promesas,
me guía por el sendero recto;
así, aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú estás conmigo.
Tu vara y tu cayado me dan seguridad. R.
R. Nada temo, Señor, porque tú estás conmigo.
Tú mismo me preparas la mesa,
a despecho de mis adversarios;
me unges la cabeza con perfume
y llenas mi copa hasta los bordes. R.
R. Nada temo, Señor, porque tú estás conmigo.
Tu bondad y tu misericordia me acompañarán
todos los días de mi vida;
y viviré en la casa del Señor
por años sin término. R.
R. Nada temo, Señor, porque tú estás conmigo.
Aclamación antes del Evangelio
R. Honor y gloria a ti, Señor Jesús.
Yo soy la luz del mundo, dice el Señor;
el que me sigue tendrá la luz de la vida.
R. Honor y gloria a ti, Señor Jesús.
Evangelio
En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no caminará en la oscuridad y tendrá la luz de la vida”.
Los fariseos le dijeron a Jesús: “Tú das testimonio de ti mismo; tu testimonio no es válido”. Jesús les respondió: “Aunque yo mismo dé testimonio en mi favor, mi testimonio es válido, porque sé de dónde vengo y a dónde voy; en cambio, ustedes no saben de dónde vengo ni a dónde voy. Ustedes juzgan por las apariencias. Yo no juzgo a nadie; pero si alguna vez juzgo, mi juicio es válido, porque yo no estoy solo: el Padre, que me ha enviado, está conmigo. Y en la ley de ustedes está escrito que el testimonio de dos personas es válido. Yo doy testimonio de mí mismo y también el Padre, que me ha enviado, da testimonio sobre mí”.
Entonces le preguntaron: “¿Dónde está tu Padre?” Jesús les contestó: “Ustedes no me conocen a mí ni a mi Padre; si me conocieran a mí, conocerían también a mi Padre”.
Estas palabras las pronunció junto al cepo de las limosnas, cuando enseñaba en el templo. Y nadie le echó mano, porque todavía no había llegado su hora.
Palabra de Dios, te alabamos Señor
Reflexión
Hermanas y hermanos
Acercándonos cada vez más a la Pascua, la liturgia nos va presentando símbolos y elementos que serán muy significativos en esa celebración. Y uno de ellos es la luz. De hecho, en la noche del sábado santo el símbolo de la luz destacará para mostrar el triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte; y el cirio pascual brillará para mostrar que Cristo es la luz que destruye las tinieblas.
Ese acontecimiento es el que nos anuncia el evangelio de hoy. Las palabras de Jesús están dirigidas a los fariseos: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no caminará en la oscuridad y tendrá la luz de la vida”. Quizá la razón por la que en este momento hizo tal afirmación debamos buscarla en lo que en los días anteriores había ocurrido en el Templo durante la fiesta de los tabernáculos. Allí se habían encendido unos enormes candeleros con los que intentaban recordar la columna de fuego que guió a los hijos de Israel durante las noches a través de su peregrinaje por el desierto.
Así pues, de la misma forma en la que Dios había iluminado a sus antepasados en el desierto, ahora era el mismo Hijo encarnado quien les podía iluminar y dispersar las tinieblas de sus corazones. Y no sólo a ellos, porque lo que Jesús afirmó es que Él es la luz “del mundo”, indicando con esto la misión universal de su ministerio. Jesús es la luz para todos los hombres y mujeres, en todo momento y lugar. Él es la luz en el sentido absoluto. Por supuesto, estas palabras implican que el mundo necesita de su luz porque está sumido en las tinieblas morales y espirituales. Aquí podríamos detenernos y preguntarnos: ¿nuestra sociedad es consciente de que vive bajo muchas oscuridades y necesita luz? Yo mismo, ¿soy consciente de cuánta oscuridad hay en mi vida y busca una luz?
Probablemente no. Ni la sociedad, ni yo mismo soy tan consciente de la necesidad que tengo de una luz que guíe nuestra vida. La mentalidad autosuficiente y la apariencia de que todo está bien nos hacen, a veces, creer que no necesitamos esa luz que Jesús nos ofrece. Sin embargo, nuestra sociedad y nuestra propia vida está amenazada, o dominada, por muchas tinieblas.
Los fariseos comprendieron perfectamente lo que Jesús les estaba diciendo. Por eso, para restarle toda autoridad a la afirmación de Jesús, le dicen: “Tú das testimonio de ti mismo; tu testimonio no es válido”. Ellos entendieron que una vez más Jesús se estaba apropiando de atributos que son exclusivos de Dios, y como era de esperar, reaccionaron de forma agresiva. ¿Quién podía ser la “luz del mundo” sino sólo Dios? Desde su punto de vista, Jesús era un pretencioso que hacía afirmaciones que no podía demostrar. Y aunque su lógica era correcta, estaban en un error. Sólo si Jesús es el Hijo de Dios podría ser también la “luz del mundo”. De otro modo, si únicamente fuera un hombre, entonces, hacer una afirmación como esta carecería de todo sentido. Y como ellos no creían que Jesús fuera nada más que un hombre, entonces sus afirmaciones les parecían blasfemas.
Por lo tanto, en los versículos que siguen vamos a encontrar una nueva confrontación en la que los fariseos se van a colocar en el papel de jueces y exigirán a Jesús que demuestre sus afirmaciones por medio de algún testimonio válido. Algo parecido ya lo habíamos visto antes, cuando Jesús había apelado a varios testigos para corroborar sus afirmaciones ante una demanda similar de parte de los judíos. En esa ocasión los testigos presentados por Jesús habían sido: Juan el Bautista, sus obras milagrosas, el Padre y las Escrituras. Pero, aunque el testimonio en cuanto a Él era amplio, ellos se negaron a aceptarlo y una vez más sus corazones se cerraron para no creer en Jesús.
Jesús, por su parte, no va a volver a repetir todo lo que ya les había explicado anteriormente, sino que se va a centrar en Él mismo y en el Padre: “Yo soy el que doy testimonio de mí mismo, y el Padre que me envió da testimonio de mí”. La ley exigía el testimonio de dos personas y aquí se presenta Él mismo y el Padre. Esto debería haber sido suficiente. Notemos que este principio se aplicaba sólo en casos judiciales, por lo que queda claro que ellos estaban juzgando a Jesús, que se había convertido en acusado debido a la afirmación que había hecho de ser la luz del mundo. Todo esto servirá para condenarle a muerte.
Y nosotros, ¿creemos de verdad que Jesús es la luz del mundo y dejamos que nuestro corazón y nuestra vida sea iluminada por su persona y su palabra?
Que Dios los bendiga y los proteja.
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