Evangelio del 2 de noviembre del 2024 según Juan 12, 23-28
Primera Lectura
En aquel tiempo, se levantá Miguel, el gran príncipe que defiende a tu pueblo.
Será aquel un tiempo de angustia, como no lo hubo desde el principio del mundo. Entonces se salvará tu pueblo; todos aquellos que están escritos en el libro. Muchos de los que duermen en el polvo, despertarán: unos para la vida eterna, otros para el eterno castigo.
Los guías sabios brillarán como el esplendor del firmamento, y los que enseñan a muchos la justicia, resplandecerán como estrellas por toda la eternidad.
Salmo Responsorial
R. Vayamos con alegría al encuentro del Señor.
¡Qué alegría sentí, cuando me dijeron:
“Vayamos a la casa del Señor”!
Y hoy estamos aquí, Jerusalén,
jubilosos, delante de tus puertas.
R. Vayamos con alegría al encuentro del Señor.
A ti, Jerusalén, suben la tribus,
las tribus del Señor,
según lo que a Israel se le ha ordenado,
para alabar el nombre del Señor.
R. Vayamos con alegría al encuentro del Señor.
Digan de todo corazón: “Jerusalén,
que haya en paz entre aquellos que te aman,
que haya paz dentro de tus murallas
y que reine la paz en cada casa”.
R. Vayamos con alegría al encuentro del Señor.
Por el amor que tengo a mis hermanos,
voy a decir: “La paz esté contigo”.
Y por la casa del Señor, mi Dios,
pediré para ti todos los bienes.
R. Vayamos con alegría al encuentro del Señor.
Segunda Lectura
Hermanos: Sabemos que, aunque se desmorone esta morada terrena, que nos sirve de habitación, Dios nos tiene preparada en el cielo una morada eterna, no construida por manos humanas. Por eso siempre tenemos confianza, aunque sabemos que, mientras vivimos en el cuerpo, estamos desterrados, lejos del Señor. Caminamos guiados por la fe, sin ver todavía. Estamos, pues, llenos de confianza y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor.
Por eso procuramos agradarle, en el destierro o en la patria. Porque todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo, para recibir el premio o el castigo por lo que hayamos hecho en esta vida.
Aclamación antes del Evangelio
R. Aleluya, aleluya.
Dichosos los que mueren en el Señor; que descansen ya de sus fatigas, pues sus obras los acompañan.
R. Aleluya.
Evangelio
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado. Yo les aseguro que si el grano de trigo sembrado en la tierra no muere, queda infecundo; pero si muere, producirá mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde; el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se asegura para la vida eterna.
El que quiera servirme, que me siga, para que donde yo esté, también esté mi servidor. El que me sirve será honrado por mi Padre.
Ahora no tengo miedo, ¿le voy a decir a mi Padre: “Padre, líbrame de esta hora”? No, pues precisamente para esta hora he venido. Padre, dale gloria a tu nombre”. Se oyó entonces una voz que decía: “Lo he glorificado y lo volveré a glorificarlo”.
Reflexión
El evangelio de Juan 12, 23-28 nos presenta a Jesús hablando del grano de trigo que debe caer en tierra y morir para dar fruto. Este pasaje nos invita a reflexionar sobre el misterio de la vida y la muerte, y cómo la entrega total de uno mismo puede llevar a la verdadera plenitud. Jesús se refiere a su propia muerte, anticipando el sacrificio que dará sentido a toda la humanidad. Su muerte es necesaria para que el amor de Dios se manifieste de manera plena y para que todos puedan acceder a la salvación.
En el contexto de la conmemoración de todos los fieles difuntos, este pasaje nos recuerda la importancia de aceptar la muerte como parte del proceso natural de la vida. En nuestros días, la muerte suele ser un tema evitado o temido, pero Jesús nos muestra que es a través de ella que alcanzamos la vida eterna. El grano de trigo que cae en tierra y muere es una imagen de esperanza, de un ciclo que no termina en la muerte, sino que da paso a una nueva vida. Nos lleva a ver la muerte como un paso hacia la plenitud en Dios, y a confiar en la promesa de la resurrección y la vida eterna.
Este día es también una oportunidad para recordar a nuestros seres queridos que ya partieron y ofrecer oraciones por sus almas. La muerte no es el final, sino una transición hacia una existencia en la presencia amorosa de Dios. Nuestro reto es vivir, al igual que Jesús, entregándonos plenamente, con la certeza de que la muerte no tiene la última palabra. En el sacrificio del grano de trigo encontramos la promesa de un fruto abundante, de una vida que se extiende más allá de lo visible y de un amor que nunca se acaba.
Así, el llamado es a vivir con esperanza y fe, a confiar en la misericordia divina y a valorar cada momento de nuestra existencia, sabiendo que lo que hacemos en esta vida tiene un eco en la eternidad. La muerte, lejos de ser una derrota, es una puerta que se abre al encuentro definitivo con Dios, donde el sufrimiento se transforma en gozo y la separación en comunión eterna.
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