Santoral del día 28 de septiembre del 2024-Lioba o Leoba, Santa
Abadesa
En el año de 722, San Bonifacio fue consagrado obispo por el Papa San Gregorio II y al momento se le envió a predicar el Evangelio en Sajonia, Turingia y el Hesse. Bonifacio era natural de Crediton, localidad cercana a Wimborne y, cuando las noticias de sus trabajos y sus éxitos entre los germanos llegaron a oídos de las monjas de aquel monasterio, su joven pariente, Lioba, se atrevió a escribirle en estos términos:
“Al muy reverendo Bonifacio, portador de la más alta dignidad y bienamado de Cristo, yo, Liobgetha, a quién él está vinculado por la sangre, la menor de las siervas de Cristo, manda saludos por la salvación eterna.
“Ruego a vuestra bondad que recordéis la amistad que os unía a mi padre, Dynne, cuando morabais los dos en la comarca del oeste. Mi padre murió hace ocho años, y os suplico que no retengáis vuestras oraciones por la salvación de su alma. También recomiendo a vuestra memoria a mi madre, Ebba, que aún vive, pero entre los sufrimientos; ella está emparentada con vos, como bien lo sabéis. Yo soy la hija única de mis padres y, aunque no lo merezco, me gustaría miraros como a mi hermano, puesto que ya confío en vos más que en cualquier otro de mis parientes. Os envío este pequeño regalo [¿Tal vez la misma carta?], no porque sea digno de vuestra consideración, sino sencillamente para que tengáis algo que os recuerde a la pobre de mí y así no me olvidéis aunque estéis tan lejos que mi presente acorte el lazo de verdadero amor entre nosotros para siempre. Os pido, amado hermano, que me ayudéis con vuestras plegarias contra los ataques del enemigo oculto. Os pediré también que, si vuestra bondad os lo dicta, atendáis mi inculta carta y no rehuséis a enviarme a cambio unas cuantas amables palabras vuestras, que ya desde ahora espero ansiosamente como una muestra de vuestra buena voluntad. He tratado de componer las líneas que siguen, de acuerdo con las reglas del verso, como un ejercicio para mi mínima destreza en la poesía, en lo cual también tengo necesidad de vuestra guía. He aprendido estas artes de mi maestra Edburga, que siempre tiene presente la santa ley divina. ¡Adiós! ¡Qué viváis muchos años muy feliz y que roguéis siempre por mi!
in regno Patris semper qui lumine fulget
qua iugiter flagrana, sic regnat gloria Christi,
illaesum servet semper te iure perenni.
(El Supremo Hacedor omnipotente quiera,
desde el esplendor de su reino eterno
do mora Cristo, gloria del divino Verbo,
conservaros en salud imperecedera.)
Un monje de Fulda, llamado Rodolfo, quien escribió un relato sobre la vida de la santa antes de que hubiesen transcurrido sesenta años desde su muerte, según los testimonios de cuatro de las monjas de su convento, afirma que todas las casas de religiosas en aquella parte de Alemania, solicitaban una monja de Bischofsheim para que las guiase. La propia Lioba, entregada totalmente a su trabajo, parecía haberse olvidado de Wessex y de sus gentes. Su belleza era notable: tenía el rostro “como el de un ángel”, siempre plácido y sonriente, aunque rara vez se la oía reír. Nadie la vio jamás de mal humor, ni la oyó decir una palabra dura; su paciencia y su inteligencia eran tan amplias como su bondad. Se dice que la copa en que bebía era la más pequeña de todas y ese dato nos da la pauta para afirmar que se entregaba a ayunos y austeridades, en una comunidad sujeta a las reglas de San Benito, donde no se comía más que dos veces diarias. Todas las monjas practicaban los trabajos manuales, ya fuera en la cocina, el comedor, el huerto o los quehaceres domésticos y, al mismo tiempo, recibían lo que ahora se llamaría una “educación superior”; todas aprendían latín, y el salón destinado a la escritura estaba siempre ocupado. Lioba no toleraba las penitencias excesivas, como privarse del sueño, e insistía en que todas descansasen al medio día, como lo mandaba la regla. Ella misma se recostaba durante aquel período, mientras alguna de las novicias le leía un pasaje de la Biblia y, si acaso parecía que la madre abadesa se había dormido y la lectora descuidaba un tanto su tarea, no pasaba un instante sin que Lioba abriese los ojos y la boca para corregirla. Tras el descanso, Lioba dedicaba dos horas para charlas con cualquiera de las hermanas que quisiese hablar con ella. Todas estas actividades estaban al margen del deber principal de la oración pública, la adoración a Dios y la asistencia a los sacerdotes que trabajaban en la misión junto con ellas. Existe todavía una carta de San Bonifacio dirigida a “las muy reverendas y muy amadas hermanas Lioba, Tecla, Cienhilda y las que moran con ellas”, para pedirles que continúen la práctica de orar constantemente. La fama de Santa Lioba se había extendido por todas partes; los vecinos acudían a ella cuando les amenazaba el peligro de incendio, la tempestad o la enfermedad, y los hombres responsables en los asuntos de la Iglesia y del Estado le pedían consejo.
En el año de 754, antes de que San Bonifacio emprendiese su viaje misionero a Frieslandia, recibió una conmovedora despedida por parte de Lioba, a quien recomendó encarecidamente a San Lull, el monje de Malmesbury que fue su sucesor en la sede episcopal, lo mismo que a todos sus monjes de Fulda, mandándoles que cuidaran de ella con todo respeto y honor. En aquella ocasión, San Bonifacio manifestó su deseo de que, cuando Lioba muriese, fuera enterrada en su tumba, de manera que sus cuerpos aguardasen juntos la resurrección y se levantasen juntos para ir al encuentro del Señor y estar así eternamente unidos en el reino de Su amor. Después del martirio de San Bonifacio, Lioba visitaba con mucha frecuencia su tumba en la abadía de Fulda y, por dispensa especial, se le permitió algunas veces entrar en la abadía para asistir a ceremonias y conferencias en honor de su santo pariente. Cuando Lioba era ya muy anciana, después de haber gobernado a Bischofsheim durante veintiocho años, hizo visitas de inspección a todos los conventos que estaban a su cuidado renunció a su cargo de abadesa y fue a residir al monasterio de Schónersheim a seis kilómetros de Mainz. Su amiga, la Beata Hildegarda, esposa de Cario-magno, la invitó con tanta insistencia a la corte de Aachen, que no pudo negarse a ir, pero su estadía fue breve, porque insistió, a su vez, en regresar a su soledad. Al despedirse de la reina con muchos abrazos y besos, le dijo: “¡Adiós parte preciosa de mi alma! Cristo, nuestro Creador y Redentor, quiera otorgarnos la gracia de volver a vernos, sin peligro de confundir los rostros, en el claro día del juicio final, porque en esta vida no volveremos a mirarnos”. Así fue, porque Santa Lioba murió pocos días después de haber regresado de la corte y fue sepultada en la iglesia de la abadía de Fulda, no en la misma tumba de San Bonifacio, porque los monjes temían perturbar sus reliquias, pero junto a ella, en el lado norte del altar mayor. A Santa Lioba se la menciona en el Martirologio Romano y su fiesta se celebra en varias partes de Alemania.
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