Lecturas del día 3 de Julio de 2023
Primera lectura
Sobre Cristo, todo el edificio se va levantando bien estructurado, para formar el templo santo del Señor, y unidos a él también ustedes se van incorporando al edificio, por medio del Espíritu Santo, para ser morada de Dios.
Salmo Responsorial
Que alaben al Señor todas las naciones,
que lo aclamen todos los pueblos.
R. Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio.
Porque grande es su amor hacia nosotros
y su fidelidad dura por siempre.
R. Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio.
Aclamación antes del Evangelio
Tomás, tú crees porque me has visto, dice el Señor;
dichosos los que creen sin haberme visto.
R. Aleluya.
Evangelio
Ocho días después, estaban reunidos los discípulos a puerta cerrada y Tomás estaba con ellos. Jesús se presentó de nuevo en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Luego le dijo a Tomás: “Aquí están mis manos; acerca tu dedo. Trae acá tu mano; métela en mi costado y no sigas dudando, sino cree”. Tomás le respondió: “¡Señor mío y Dios mío!” Jesús añadió: “Tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin haber visto”.
Reflexión
Señor mío y Dios mío
Todos los hombres somos grandes y, a la vez, débiles. Es nuestra condición y nuestra gran paradoja. En el terreno de la fe se repite esta contradicción. Lo vemos en el apóstol Santo Tomás, cuya fiesta celebramos hoy. Fue grande al responder afirmativamente a la llamada de Jesús: “Te seguiré donde quiera que vayas”. Y fue débil, en ciertos momentos, al no creer a Jesús, en sus palabras que anunciaban su resurrección.
Santo Tomás, el hombre grande, el seguidor incondicional de Jesús, era también un hombre de poca fe. No se creía que Jesús hubiese resucitado, a pesar de que el mismo Jesús, antes de su muerte se lo hubiese anunciado, a pesar de que los otros apóstoles le habían dicho, “hemos visto al Señor”… él seguía siendo un hombre de poca fe, no creía mucho en Jesús, su adhesión amorosa a él no era suficiente, quería pruebas, quería evidencias. Y Jesús, que seguía amando a sus amigos, que seguía amando a Tomás, a pesar de su poca fe, de su poca correspondencia, se las ofreció: le mostró sus heridas, sus heridas mortales, las heridas ganadas a pulso por haber predicado lo que había predicado y por no haberse vuelto atrás, por no desdecirse. “Mete tu mano en mi costado y no seas incrédulo, sino creyente”. Tomás metió su mano en unas heridas no de muerte, sino de vida, las heridas mortales se habían convertido en heridas resucitadas, de resurrección. Y Tomás, yendo más allá de lo que veía y palpaba, creyó en la resurrección de Jesús y en su divinidad. “Señor mío y Dios mío”.
¡Cómo nos vemos retratados en Santo Tomás! Somos grandes y débiles, a la vez, en nuestra fe. También nosotros generosamente, con un buen corazón, le dijimos al Señor que le queríamos seguir hasta la muerte: “Te seguiré donde quiera que vayas”. Pero ante esta sociedad descristianizada, en la que Jesús parece que ha muerto y no resucitado, nosotros, como Santo Tomás, hombres débiles y de poca fe, le pedimos una presencia clara y manifiesta, que nos muestre que ha resucitado, que no se esconda tanto… que tengamos una respuesta clara y rotunda a los que todo el día nos siguen preguntando con ironía “¿dónde está tu Dios?
Y Jesús, si mantenemos los ojos de la mente y del corazón abiertos, de una u otra forma, de mil maneras, a través de su palabra, a través de los sacramentos, a través de los hermanos, a través de los acontecimientos… saldrá de nuevo a nuestro encuentro y nos mostrará sus llagas de muerte y de resurrección. “Mete tu mano en mi costado”. Y nuestro corazón volverá a confesar por enésima vez: ¡Señor mío y Dios mío!
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