enero 29, 2024 in Evangelios

Lecturas del 30 de enero del 2024

Martes de la IV semana del Tiempo ordinario

Lectionary: 324

Primera lectura

2 Sm 18, 9-10. 14. 24-25. 30–19, 3
En aquellos días, después de haber sido derrotado por los hombres de David, Absalón, su hijo, se dio a la fuga. Iba montado en una mula, y al meterse la mula bajo las ramas de una frondosa encina, a Absalón se le atoró la cabeza entre las ramas y se quedó colgando en el aire y la mula siguió corriendo. Uno de los soldados lo vio y le fue a avisar a Joab: “Acabo de ver a Absalón colgando de una encina”. Joab se acercó a donde estaba Absalón, tomó tres flechas en la mano y se las clavó en el corazón.

Mientras tanto, David estaba en Jerusalén, sentado a la puerta de la ciudad. El centinela, instalado en el mirador que está encima de la puerta de la muralla, levantó la vista y vio que un hombre venía corriendo solo. Le gritó al rey para avisarle. El rey le contestó: “Si viene solo, es señal de que trae buenas noticias. Déjalo pasar. Tú, quédate ahí”. El centinela lo dejó pasar y permaneció en su puesto.

El hombre que venía corriendo, que era un etíope, llegó a donde estaba David y le dijo: “Le traigo buenas noticias a mi señor, el rey. Dios te ha hecho justicia hoy, librándote de los que se habían rebelado contra ti”. El rey le preguntó: “Pero, mi hijo Absalón, ¿está bien?” Respondió el etíope: “Que acaben como él todos tus enemigos y todos los que se rebelen contra mi señor, el rey”.

Entonces el rey se estremeció. Subió al mirador que está encima de la puerta de la ciudad y rompió a llorar, diciendo: “Hijo mío, Absalón; hijo, hijo mío, Absalón. Ojalá hubiera muerto yo en tu lugar, Absalón, hijo mío”.

Le avisaron entonces a Joab que el rey estaba inconsolable por la muerte de Absalón. Por eso, aquella victoria se convirtió en día de duelo para todo el ejército, cuando se enteraron de que el rey estaba inconsolable por la muerte de su hijo. Por ello, las tropas entraron a la ciudad furtivamente, como entra avergonzado un ejército que ha huido de la batalla.

Salmo Responsorial

Salmo 85, 1-2. 3-4. 5-6

R. (1a) Protégeme, Señor, porque te amo.
Presta, Señor, oídos a mi súplica,
pues soy un pobre, lleno de desdichas.
Protégeme, Señor, porque te amo;
salva a tu servidor, que en ti confía.
R. Protégeme, Señor, porque te amo.
Ten compasión de mí,
pues clamo a ti, Dios mío, todo el día,
y ya que a ti, Señor, levanta el alma,
llena a este siervo tuyo de alegría.
R. Protégeme, Señor, porque te amo.
Puesto que eres, Señor, bueno y clemente
y todo amor con quien tu nombre invoca,
escucha mi oración
y a mi súplica da repuesta pronta.
R. Protégeme, Señor, porque te amo.

Aclamación antes del Evangelio

Mt 8, 17
R. Aleluya, aleluya.
Cristo hizo suyas nuestras debilidades
y cargó con nuestros dolores.
R. Aleluya.

Evangelio

Mc 5, 21-43
En aquel tiempo, cuando Jesús regresó en la barca al otro lado del lago, se quedó en la orilla y ahí se le reunió mucha gente. Entonces se acercó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo. Al ver a Jesús, se echó a sus pies y le suplicaba con insistencia: “Mi hija está agonizando. Ven a imponerle las manos para que se cure y viva”. Jesús se fue con él, y mucha gente lo seguía y lo apretujaba.

Entre la gente había una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años. Había sufrido mucho a manos de los médicos y había gastado en eso toda su fortuna, pero en vez de mejorar, había empeorado. Oyó hablar de Jesús, vino y se le acercó por detrás entre la gente y le tocó el manto, pensando que, con sólo tocarle el vestido, se curaría. Inmediatamente se le secó la fuente de su hemorragia y sintió en su cuerpo que estaba curada.

Jesús notó al instante que una fuerza curativa había salido de él, se volvió hacia la gente y les preguntó: “¿Quién ha tocado mi manto?” Sus discípulos le contestaron: “Estás viendo cómo te empuja la gente y todavía preguntas: ‘¿Quién me ha tocado?’ ” Pero él seguía mirando alrededor, para descubrir quién había sido. Entonces se acercó la mujer, asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado; se postró a sus pies y le confesó la verdad. Jesús la tranquilizó, diciendo: “Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y queda sana de tu enfermedad”.

Todavía estaba hablando Jesús, cuando unos criados llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle a éste: “Ya se murió tu hija. ¿Para qué sigues molestando al Maestro?” Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: “No temas, basta que tengas fe”. No permitió que lo acompañaran más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago.

Al llegar a la casa del jefe de la sinagoga, vio Jesús el alboroto de la gente y oyó los llantos y los alaridos que daban. Entró y les dijo: “¿Qué significa tanto llanto y alboroto? La niña no está muerta, está dormida”. Y se reían de él.

Entonces Jesús echó fuera a la gente, y con los padres de la niña y sus acompañantes, entró a donde estaba la niña. La tomó de la mano y le dijo: “¡Talitá, kum!”, que significa: “¡Óyeme, niña, levántate!” La niña, que tenía doce años, se levantó inmediatamente y se puso a caminar. Todos se quedaron asombrados. Jesús les ordenó severamente que no lo dijeran a nadie y les mandó que le dieran de comer a la niña.

Reflexión

En el Evangelio según San Marcos, capítulo 5, versículos del 21 al 43, se nos presentan dos milagros entrelazados que ilustran el poder de Jesús sobre la enfermedad y la muerte, así como la importancia de la fe en el proceso de sanación. Este pasaje nos narra el encuentro de Jesús con Jairo, un líder de la sinagoga, quien se postra ante Él suplicando la sanación de su hija moribunda, y la historia de una mujer que, sufriendo de hemorragias durante doce años, toca el manto de Jesús buscando curación.

Ambos relatos, ricos en simbolismo, destacan la vulnerabilidad humana ante el sufrimiento y la muerte, y revelan cómo la intervención divina puede transformar situaciones desesperadas. La figura de Jairo, un hombre de posición y respeto en la comunidad, se humilla ante Jesús, reconociendo su necesidad de ayuda más allá de su estatus social. Su acción subraya que la fe trasciende las barreras sociales y que el reconocimiento de nuestra propia fragilidad puede abrirnos a la gracia divina.

Por otro lado, la mujer con hemorragias, marginada por su impureza ritual y agotada por tratamientos infructuosos, muestra una fe audaz al creer que solo tocar el manto de Jesús sería suficiente para sanarla. Su curación no solo evidencia el poder sanador de Jesús, sino que también resalta la importancia de la fe personal y la iniciativa en la búsqueda de la sanación. Jesús responde a su fe llamándola “hija”, restaurando así su dignidad y lugar en la comunidad.

La interrupción de la misión de Jesús para atender a esta mujer pone de manifiesto la compasión de Dios, que no se limita por el tiempo ni las expectativas humanas. Aunque la noticia de la muerte de la hija de Jairo parece marcar el fin de la esperanza, Jesús desafía esta percepción, instando a Jairo a mantener su fe. Al resucitar a la niña, Jesús no solo devuelve la vida a la joven, sino que también demuestra su autoridad sobre la muerte, ofreciendo una visión anticipada de la resurrección y la promesa de vida eterna.

Este pasaje resuena profundamente en el contexto contemporáneo, donde a menudo enfrentamos situaciones que parecen insuperables. La narrativa nos invita a reflexionar sobre cómo abordamos nuestras propias “hemorragias” y “muertes” — ya sean físicas, emocionales, espirituales o relacionales. Nos desafía a considerar cómo nuestra fe nos mueve a buscar sanación y cómo respondemos a la presencia de Dios en medio de nuestras tribulaciones.

Además, este relato nos anima a reconocer la dignidad y el valor de cada individuo, independientemente de su estatus o condición, y a actuar con compasión hacia aquellos que están marginados o sufren en silencio. Nos recuerda que, en los momentos de desesperación, la fe puede ser el puente hacia la esperanza y la renovación, y que la gracia divina está siempre al alcance de quienes la buscan con un corazón sincero.

En última instancia, estos milagros entrelazados subrayan que la fe en la presencia y el poder de lo divino puede transformar nuestras realidades más oscuras, invitándonos a una participación activa en el misterio de la sanación y la resurrección que Jesús ofrece a todo ser humano.




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