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octubre 6, 2022 in Evangelios

Lecturas del día 7 de Octubre de 2022

Primera lectura

Gal 3, 7-14

Hermanos: Entiendan que los hijos de Abraham son aquellos que viven según la fe. La Escritura, conociendo de antemano que Dios justificaría a los paganos por la fe, le adelantó a Abraham esta buena noticia: Por ti serán bendecidas todas las naciones. Por consiguiente, los que viven según la fe serán bendecidos, junto con Abraham que le creyó a Dios.

En cambio, sobre los partidarios de la observancia de la ley pesa una maldición, pues dice la Escritura: Maldito aquel que no cumpla fielmente todos los preceptos escritos en el libro de la ley. Y es evidente que la ley no justifica a nadie ante Dios, porque el justo vivirá por la fe. Y ciertamente la ley no se basa en la fe, porque, como dice la Escritura: Sólo vivirá quien cumpla los preceptos de la ley.

Además, Cristo nos redimió de la maldición de la ley, haciéndose objeto de maldición por nosotros, puesto que la Escritura dice: Maldito sea aquel que cuelga de un madero. Esto sucedió para que la bendición otorgada por Dios a Abraham llegara también, por Cristo Jesús, a los paganos y para que recibiéramos, por medio de la fe, el Espíritu prometido.

Salmo Responsorial

Salmo 110, 1-2. 3-4. 5-6

R. (5b) Alabemos a Dios de todo corazón.
Quiero alabar a Dios, de corazón,
en las reuniones de los justos.
Grandiosas son las obras del Señor
y para todo fiel, dignas de estudio. R.
R. Alabemos a Dios de todo corazón.
De majestad y gloria hablan sus obras
y su justicia dura para siempre.
Ha hecho inolvidables sus prodigios.
El Señor es piadoso y es clemente. R.
R. Alabemos a Dios de todo corazón.
Acordándose siempre de su alianza
él le da de comer al que lo teme.
Al darle por herencia a las naciones,
hizo ver a su pueblo sus poderes. R.
R. Alabemos a Dios de todo corazón.

Aclamación antes del Evangelio

Jn 12, 31-32

R. Aleluya, aleluya.
Ya va a ser arrojado el príncipe de este mundo.
Cuando yo sea levantado de la tierra,
atraeré a todos hacia mí, dice el Señor.
R. Aleluya.

Evangelio

Lc 11, 15-26

En aquel tiempo, cuando Jesús expulsó a un demonio, algunos dijeron: “Éste expulsa a los demonios con el poder de Satanás, el príncipe de los demonios”. Otros, para ponerlo a prueba, le pedían una señal milagrosa.

Pero Jesús, que conocía sus malas intenciones, les dijo: ‘’Todo reino dividido por luchas internas va a la ruina y se derrumba casa por casa. Si Satanás también está dividido contra sí mismo, ¿cómo mantendrá su reino? Ustedes dicen que yo arrojo a los demonios con el poder de Satanás. Entonces, ¿con el poder de quién los arrojan los hijos de ustedes? Por eso, ellos mismos serán sus jueces. Pero si yo arrojo a los demonios por el poder de Dios, eso significa que ha llegado a ustedes el Reino de Dios.

Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros; pero si otro más fuerte lo asalta y lo vence, entonces le quita las armas en que confiaba y después dispone de sus bienes. El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama.

Cuando el espíritu inmundo sale de un hombre, anda vagando por lugares áridos, en busca de reposo, y al no hallarlo, dice: ‘Volveré a mi casa, de donde salí’. Y al llegar, la encuentra barrida y arreglada. Entonces va por otros siete espíritus peores que él y vienen a instalarse allí, y así la situación final de aquel hombre resulta peor que la de antes”.

Palabra de Dios, te alabamos Señor.

Reflexión

Hoy contemplamos asombrados cómo Jesús es ridículamente “acusado” de expulsar demonios «por Beelzebul, Príncipe de los demonios» (Lc 11,15). Es difícil imaginar un bien más grande —echar, alejar de las almas al diablo, el instigador del mal— y, al mismo tiempo, escuchar la acusación más grave —hacerlo, precisamente, por el poder del propio diablo—. Es realmente una acusación gratuita, que manifiesta mucha ceguera y envidia por parte de los acusadores del Señor. También hoy día, sin darnos cuenta, eliminamos de raíz el derecho que tienen los otros a discrepar, a ser diferentes y tener sus propias posiciones contrarias e, incluso, opuestas a las nuestras.

Quien lo vive cerrado en un dogmatismo político, cultural o ideológico, fácilmente menosprecia al que discrepa, descalificando todo su proyecto y negándole competencia e, incluso, honestidad. Entonces, el adversario político o ideológico se convierte en enemigo personal. La confrontación degenera en insulto y agresividad. El clima de intolerancia y mutua exclusión violenta puede, entonces, conducirnos a la tentación de eliminar de alguna manera a quien se nos presenta como enemigo.

En este clima es fácil justificar cualquier atentado contra las personas, incluso, los asesinatos, si el muerto no es de los nuestros. ¡Cuántas personas sufren hoy con este ambiente de intolerancia y rechazo mutuo que frecuentemente se respira en las instituciones públicas, en los lugares de trabajo, en asambleas y confrontaciones políticas!

Entre todos hemos de crear unas condiciones y un clima de tolerancia, respeto mutuo y confrontación leal en el que sea posible ir encontrando caminos de diálogo. Y los cristianos, lejos de endurecer y sacralizar falsamente nuestras posiciones manipulando a Dios e identificándolo con nuestras propias posturas, hemos de seguir a este Jesús que —cuando sus discípulos pretendían que impidiera que otros expulsaran demonios en nombre de Él— los corrigió diciéndoles: «No se lo impidáis. Quien no está contra vosotros, está con vosotros» (Lc 9,50). Pues, «todo el coro innumerable de pastores se reduce al cuerpo de un solo Pastor» (San Agustín).




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