Lecturas del día 11 de Setiembre de 2022
Primera lectura
El Señor le dijo también a Moisés: “Veo que éste es un pueblo de cabeza dura. Deja que mi ira se encienda contra ellos hasta consumirlos. De ti, en cambio, haré un gran pueblo”.
Moisés trató de aplacar al Señor, su Dios, diciéndole: “¿Por qué ha de encenderse tu ira, Señor, contra este pueblo que tú sacaste de Egipto con gran poder y vigorosa mano? Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Jacob, siervos tuyos, a quienes juraste por ti mismo, diciendo: ‘Multiplicaré su descendencia como las estrellas del cielo y les daré en posesión perpetua toda la tierra que les he prometido’ “.
Y el Señor renunció al castigo con que había amenazado a su pueblo.
Salmo Responsorial
Por tu inmensa compasión y misericordia,
Señor, apiádate de mí olvida mis ofensas.
Lávame bien de todos mis delitos
y purifícame de mis pecados.
R. Me levantaré y volveré a mi padre.
Crea en mí, Señor, un corazón puro,
un espíritu nuevo para cumplir tus mandamientos.
No me arrojes, Señor, lejos de ti,
ni retires de mí tu santo espíritu..
R. Me levantaré y volveré a mi padre.
Señor, abre mis labios
y cantará mi boca tu alabanza.
Un corazón contrito te presento
y a un corazón contrito, tú nunca lo desprecias.
R. Me levantaré y volveré a mi padre.
Segunda lectura
Puedes fiarte de lo que voy a decirte y aceptarlo sin reservas: que Cristo Jesús vino a este mundo a salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero. Pero Cristo Jesús me perdonó, para que fuera yo el primero en quien él manifestara toda su generosidad y sirviera yo de ejemplo a los que habrían de creer en él, para obtener la vida eterna.
Al rey eterno, inmortal, invisible, único Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Aclamación antes del Evangelio
Dios ha reconciliado consigo al mundo, por medio de Cristo,
y nos ha encomendado a nosotros el mensaje de la reconciliación.
R. Aleluya.
Evangelio
Jesús les dijo entonces esta parábola: “¿Quién de ustedes, si tiene cien ovejas y se le pierde una, no deja las noventa y nueve en el campo y va en busca de la que se le perdió hasta encontrarla? Y una vez que la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa, reúne a los amigos y vecinos y les dice: ‘Alégrense conmigo, porque ya encontré la oveja que se me había perdido’. Yo les aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos, que no necesitan arrepentirse.
¿Y qué mujer hay, que si tiene diez monedas de plata y pierde una, no enciende luego una lámpara y barre la casa y la busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas y les dice: ‘Alégrense conmigo, porque ya encontré la moneda que se me había perdido’. Yo les aseguro que así también se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se arrepiente”.
También les dijo esta parábola: “Un hombre tenía dos hijos, y el menor de ellos le dijo a su padre: ‘Padre, dame la parte que me toca de la herencia’. Y él les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se fue a un país lejano y allá derrochó su fortuna, viviendo de una manera disoluta. Después de malgastarlo todo, sobrevino en aquella región una gran hambre y él empezó a pasar necesidad. Entonces fue a pedirle trabajo a un habitante de aquel país, el cual lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Tenía ganas de hartarse con las bellotas que comían los cerdos, pero no lo dejaban que se las comiera.
Se puso entonces a reflexionar y se dijo: ‘¡Cuántos trabajadores en casa de mi padre tienen pan de sobra, y yo, aquí, me estoy muriendo de hambre! Me levantaré, volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Recíbeme como a uno de tus trabajadores’.
Enseguida se puso en camino hacia la casa de su padre. Estaba todavía lejos, cuando su padre lo vio y se enterneció profundamente. Corrió hacia él, y echándole los brazos al cuello, lo cubrió de besos. El muchacho le dijo: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo’.
Pero el padre les dijo a sus criados: ‘¡Pronto!, traigan la túnica más rica y vístansela; pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; traigan el becerro gordo y mátenlo. Comamos y hagamos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado’. Y empezó el banquete.
El hijo mayor estaba en el campo, y al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y los cantos. Entonces llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba. Éste le contestó: ‘Tu hermano ha regresado, y tu padre mandó matar el becerro gordo, por haberlo recobrado sano y salvo’. El hermano mayor se enojó y no quería entrar.
Salió entonces el padre y le rogó que entrara; pero él replicó: ‘¡Hace tanto tiempo que te sirvo, sin desobedecer jamás una orden tuya, y tú no me has dado nunca ni un cabrito para comérmelo con mis amigos! Pero eso sí, viene ese hijo tuyo, que despilfarró tus bienes con malas mujeres, y tú mandas matar el becerro gordo’.
El padre repuso: ‘Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado’ “.
Reflexión
Hoy consideramos una de las parábolas más conocidas del Evangelio: la del hijo pródigo, que, advirtiendo la gravedad de la ofensa hecha a su padre, regresa a él y es acogido con enorme alegría.
Podemos remontarnos hasta el comienzo del pasaje, para encontrar la ocasión que permite a Jesucristo exponer esta parábola. Sucedía, según nos dice la Escritura, que «todos los publicanos y los pecadores se acercaban a Él para oírle» (Lc 15,1), y esto sorprendía a fariseos y escribas, que murmuraban: «Éste acoge a los pecadores y come con ellos» (Lc 15,2). Les parece que el Señor no debería compartir su tiempo y su amistad con personas de vida poco recta. Se cierran ante quien, lejos de Dios, necesita conversión.
Pero, si la parábola enseña que nadie está perdido para Dios, y anima a todo pecador llenándole de confianza y haciéndole conocer su bondad, encierra también una importante enseñanza para quien, aparentemente, no necesita convertirse: no juzgue que alguien es “malo” ni excluya a nadie, procure actuar en todo momento con la generosidad del padre que acepta a su hijo. El recelo del mayor de los hijos, relatado al final de la parábola, coincide con el escándalo inicial de los fariseos.
En esta parábola no solamente es invitado a la conversión quien patentemente la necesita, sino también quien no cree necesitarla. Sus destinatarios no son solamente los publicanos y pecadores, sino igualmente los fariseos y escribas; no son solamente los que viven de espaldas a Dios, sino quizá nosotros, que hemos recibido tanto de Él y que, sin embargo, nos conformamos con lo que le damos a cambio y no somos generosos en el trato con los otros. Introducidos en el misterio del amor de Dios —nos dice el Concilio Vaticano II— hemos recibido una llamada a entablar una relación personal con Él mismo, a emprender un camino espiritual para pasar del hombre viejo al nuevo hombre perfecto según Cristo.
La conversión que necesitamos podría ser menos llamativa, pero quizá ha de ser más radical y profunda, y más constante y mantenida: Dios nos pide que nos convirtamos al amor.
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