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julio 3, 2022 in Evangelios

Lecturas del día 4 de Julio de 2022

Primera lectura

Os 2, 16. 17-18. 21-22

Esto dice el Señor:
“Yo conduciré a Israel, mi esposa infiel, al desierto
y le hablaré al corazón.
Ella me responderá allá,
como cuando era joven,
como el día en que salió de Egipto.
Aquel día, palabra del Señor,
ella me llamará ‘Esposo mío’,
y no me volverá a decir ‘Baal mío’.

Israel, yo te desposaré conmigo para siempre.
Nos uniremos en la justicia y la rectitud,
en el amor constante y la ternura;
yo te desposaré en la fidelidad
y entonces tú conocerás al Señor’’.

Salmo Responsorial

Salmo 144, 2-3. 4-5. 6-7. 8-9

R. (8a) El Señor es compasivo y misericordioso.
Un día tras otro, Señor, bendeciré tu nombre
y no cesará mi boca de alabarte.
Muy digno de alabanza es el Señor,
por ser su grandeza incalculable. R.
R. El Señor es compasivo y misericordioso.
Cada generación a la que sigue
anunciará tus obras y proezas.
Se hablará de tus hechos portentosos,
del glorioso esplendor de tu grandeza. R.
R. El Señor es compasivo y misericordioso.
Alabarán tus maravillosos prodigios
y contarán tus grandes acciones;
difundirán la memoria de tu inmensa bondad
y aclamarán tus victorias. R.
R. El Señor es compasivo y misericordioso.
El Señor es compasivo y misericordioso,
lento para enojarse y generoso para perdonar.
Bueno es el Señor para con todos
y su amor se extiende a todas sus creaturas. R.
R. El Señor es compasivo y misericordioso.

Aclamación antes del Evangelio

Cfr 2 Tim 1, 10

R. Aleluya, aleluya.
Jesucristo, nuestro salvador, ha vencido la muerte
y ha hecho resplandecer la vida por medio del Evangelio.
R. Aleluya.

Evangelio

Mt 9, 18-26

En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba, se le acercó un jefe de la sinagoga, se postró ante él y le dijo: “Señor, mi hija acaba de morir; pero ven tú a imponerle las manos y volverá a vivir”.

Jesús se levantó y lo siguió, acompañado de sus discípulos. Entonces, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, se le acercó por detrás y le tocó la orilla del manto, pues pensaba: “Con sólo tocar su manto, me curaré”. Jesús, volviéndose, la miró y le dijo: “Hija, ten confianza; tu fe te ha curado”. Y en aquel mismo instante quedó curada la mujer.

Cuando llegó a la casa del jefe de la sinagoga, vio Jesús a los flautistas, y el tumulto de la gente y les dijo: “Retírense de aquí. La niña no está muerta; está dormida”. Y todos se burlaron de él. En cuanto hicieron salir a la gente, entró Jesús, tomó a la niña de la mano y ésta se levantó. La noticia se difundió por toda aquella región.

Palabra de Dios, te alabamos Señor

Reflexión

Hoy, la liturgia de la Palabra nos invita a admirar dos magníficas manifestaciones de fe. Tan magníficas que merecieron conmover el corazón de Jesucristo y provocar —inmediatamente— su respuesta. ¡El Señor no se deja ganar en generosidad!

«Mi hija acaba de morir, pero ven, impón tu mano sobre ella y vivirá» (Mt 9,18). Casi podríamos decir que con fe firme “obligamos” a Dios. A Él le gusta esta especie de obligación. El otro testimonio de fe del Evangelio de hoy también es impresionante: «Con sólo tocar su manto, me salvaré» (Mt 9,22).

Se podría afirmar que Dios, incluso, se deja “manipular” de buen grado por nuestra buena fe. Lo que no admite es que le tentemos por desconfianza. Éste fue el caso de Zacarías, quien pidió una prueba al arcángel Gabriel: «Zacarías dijo al ángel: ‘¿En qué lo conoceré?’» (Lc 1,18). El Arcángel no se arredró ni un pelo: «Yo soy Gabriel, el que está delante de Dios (…). Mira, te vas a quedar mudo y no podrás hablar hasta el día en que sucedan estas cosas, porque no diste crédito a mis palabras, las cuales se cumplirán a su tiempo» (Lc 1,19-20). Y así fue.

Es Él mismo quien quiere “obligarse” y “atarse” con nuestra fe: «Yo os digo: Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá» (Lc 11,9). Él es nuestro Padre y no quiere negar nada de lo que conviene a sus hijos.

Pero es necesario manifestarle confiadamente nuestras peticiones; la confianza y connaturalizar con Dios requieren trato: para confiar en alguien le hemos de conocer; y para conocerle hay que tratarle. Así, «la fe hace brotar la oración, y la oración —en cuanto brota— alcanza la firmeza de la fe» (San Agustín). No olvidemos la alabanza que mereció Santa María: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,45).




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