Lecturas del 12 de Febrero de 2022
Primera Lectura
En aquellos días, Jeroboam, rey de Israel, pensaba para sus adentros: “El reino todavía puede volver a la casa de David. Si el pueblo sigue yendo a Jerusalén a ofrecer sacrificios en el templo del Señor, acabará por ponerse de parte de Roboam, rey de Judá, y a mí me matarán”.
Por lo tanto, después de consultarlo, Jeroboam mandó hacer dos becerros de oro y le dijo al pueblo: “Ya no tienen para qué ir a Jerusalén, porque aquí tienes, Israel, a tu Dios, el que te sacó de Egipto”. Él colocó uno de los becerros en Betel, mientras el pueblo iba con el otro a la ciudad de Dan.
Además mandó construir templos en la cima de los montes y puso de sacerdotes a hombres del pueblo, que no pertenecían a la tribu de Leví. Instituyó una fiesta el día quince del octavo mes, parecida a la que se celebraba en Judá. Él mismo subió al altar en Betel para ofrecer sacrificios a los becerros que había mandado hacer; y ahí, en Betel, designó a los sacerdotes para los templos que había construido.
Jeroboam no cambió su mala conducta y siguió nombrando a gente común y corriente para que fueran sacerdotes de los templos que había construido en la cima de los montes; consagraba como sacerdote a todo aquel que lo deseaba. Éste fue el pecado que causó la destrucción y el exterminio de la dinastía de Jeroboam.
Salmo Responsorial
R. (4a) Perdona, Señor, las culpas de tu pueblo.
Hemos pecado igual que nuestros padres,
cometido maldades e injusticias.
Allá en Egipto, nuestros padres,
no entendieron, Señor, tus maravillas. R.
R. Perdona, Señor, las culpas de tu pueblo.
En el Horeb hicieron un becerro,
un ídolo de oro, y lo adoraron.
Cambiaron al Dios que era su gloria
por la imagen de un buey que come pasto. R.
R. Perdona, Señor, las culpas de tu pueblo.
Se olvidaron del Dios que los salvó,
y que hizo portentos en Egipto,
en la tierra de Cam, mil maravillas,
y en las aguas del mar Rojo, sus prodigios. R.
R. Perdona, Señor, las culpas de tu pueblo.
Aclamación antes del Evangelio
R. Aleluya, aleluya.
No sólo de pan vive el hombre,
sino también de toda palabra
que sale de la boca de Dios.
R. Aleluya.
Evangelio
En aquellos días, vio Jesús que lo seguía mucha gente y no tenían qué comer. Entonces llamó a sus discípulos y les dijo: “Me da lástima esta gente: ya llevan tres días conmigo y no tienen qué comer. Si los mando a sus casas en ayunas, se van a desmayar en el camino. Además, algunos han venido de lejos”.
Sus discípulos le respondieron: “¿Y dónde se puede conseguir pan, aquí en despoblado, para que coma esta gente?” Él les preguntó: “¿Cuántos panes tienen?” Ellos le contestaron: “Siete”.
Jesús mandó a la gente que se sentara en el suelo; tomó los siete panes, pronunció la acción de gracias, los partió y se los fue dando a sus discípulos, para que los distribuyeran. Y ellos los fueron distribuyendo entre la gente.
Tenían, además, unos cuantos pescados. Jesús los bendijo también y mandó que los distribuyeran. La gente comió hasta quedar satisfecha, y todavía se recogieron siete canastos de sobras. Eran unos cuatro mil. Jesús los despidió y luego se embarcó con sus discípulos y llegó a la región de Dalmanuta.
Palabra de Dios, te alabamos Señor
Reflexión
Hermanas y hermanos
El evangelio de hoy nos narra la segunda multiplicación de los panes, según San Marcos. La escena es hermosa y destaca la acción compasiva de Jesús y el compartir de los allí presentes para que ocurriera el milagro. Podemos destacar varios aspectos de esta escena. En primer lugar, Jesús es una persona humana, sensible, que siente lástima y se preocupa de sus seguidores: “Me da lástima esta gente: ya llevan tres días conmigo y no tienen qué comer. Si los mando a sus casas en ayunas, se van a desmayar en el camino. Además, algunos han venido de lejos”.
Jesús es observador y está atento a las necesidades de los demás. Aquí nos deja la primera enseñanza: no estar centrado en uno mismo, sino estar atento a los demás. Esto es importante porque en la sociedad egoísta y narcisista en que vivimos, las personas están atentas únicamente a sí mismas, a sus necesidades, deseos y hasta caprichos. Se ha perdido la capacidad de estar atentos a las necesidades de los otros.
En segundo lugar, aquí se nos revela un Jesús profundamente compasivo. La lástima lleva inmediatamente a la compasión: “padecer-con”. No basta con sentir lástima de los demás, sino que es necesario dar el paso siguiente: dejar que algo en nuestro interior se mueva y nos sitúe junto a las personas que son objetos de nuestra lástima. La compasión nos lleva a “ponernos en los zapatos del otro” y comprender lo que está experimentando. La compasión nos saca de nosotros mismos y nos lleva al encuentro de los demás.
En tercer lugar, Jesús pone a prueba la fe de sus discípulos. La excusa de estar en despoblado lleva a los discípulos a querer desentenderse del problema. ¿De dónde se puede sacar pan aquí, en este despoblado? Pero Jesús involucra inmediatamente a los discípulos: “¿Cuántos panes tienen?”. Estando con Jesús no podemos desentendernos de las necesidades de los demás. Él nos lleva a sacar lo mejor de nosotros para compartirlo con los otros. Lo importante es tomar conciencia de compartir, de acompañar las necesidades tanto materiales como espirituales de los seguidores y seguidoras de Jesús.
Otro aspecto importante de este relato es la prefiguración de Jesús como nuevo Moisés. Al igual que Moisés les dio el maná en el desierto, Jesús nos deja un alimento de esperanza y confianza, que luego se celebrará en las primeras comunidades en la celebración de la eucaristía. Jesús va a ser el pan que se nos da como alimento espiritual y sacramento de nuestra fe. El maná que baja del cielo para cubrir nuestras necesidades y colmar nuestras esperanzas. Y como el maná en el desierto, Jesús se nos da con superabundancia. “Sobraron y llenaros siete canastas”.
De Jesús aprendemos a cuidar a nuestros hermanos más necesitados procurando, tanto su bien humano como su bien espiritual. Jesús, con su vida, nos enseñó a mirar con los ojos del amor, de la fraternidad, de la solidaridad, de la justicia, de la misericordia, de la compasión… porque nuestro hermano y hermana es nuestro “otro yo” a quien Dios ama infinitamente.
La humildad de corazón y la experiencia personal del sufrimiento deben de ser el punto de partida, para despertar en nosotros, la compasión y la empatía, haciéndonos capaces de salir de nosotros mismos para “padecer–con” quien sufre. Al encontrarnos con nuestros hermanos y al abrir nuestro corazón a sus necesidades nos hacemos portadores de la salvación y de la bienaventuranza de Dios.
Debemos armonizar nuestra mirada con la mirada de Cristo, nuestro corazón con su corazón. De esta manera, el apoyo amoroso ofrecido a los demás se traducirá en participación, compartiendo sus esperanzas y sufrimientos, haciendo visible, y, casi tangible por una parte, la misericordia infinita de Dios hacia cada ser humano, y, por otra parte nuestra fe en Él.
Que Dios los bendiga y los proteja.
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