Lecturas del 1 de Febrero de 2022
Primera Lectura
En aquellos días, después de haber sido derrotado por los hombres de David, Absalón, su hijo, se dio a la fuga. Iba montado en una mula, y al meterse la mula bajo las ramas de una frondosa encina, a Absalón se le atoró la cabeza entre las ramas y se quedó colgando en el aire y la mula siguió corriendo. Uno de los soldados lo vio y le fue a avisar a Joab: “Acabo de ver a Absalón colgando de una encina”. Joab se acercó a donde estaba Absalón, tomó tres flechas en la mano y se las clavó en el corazón.
Mientras tanto, David estaba en Jerusalén, sentado a la puerta de la ciudad. El centinela, instalado en el mirador que está encima de la puerta de la muralla, levantó la vista y vio que un hombre venía corriendo solo. Le gritó al rey para avisarle. El rey le contestó: “Si viene solo, es señal de que trae buenas noticias. Déjalo pasar. Tú, quédate ahí”. El centinela lo dejó pasar y permaneció en su puesto.
El hombre que venía corriendo, que era un etíope, llegó a donde estaba David y le dijo: “Le traigo buenas noticias a mi señor, el rey. Dios te ha hecho justicia hoy, librándote de los que se habían rebelado contra ti”. El rey le preguntó: “Pero, mi hijo Absalón, ¿está bien?” Respondió el etíope: “Que acaben como él todos tus enemigos y todos los que se rebelen contra mi señor, el rey”.
Entonces el rey se estremeció. Subió al mirador que está encima de la puerta de la ciudad y rompió a llorar, diciendo: “Hijo mío, Absalón; hijo, hijo mío, Absalón. Ojalá hubiera muerto yo en tu lugar, Absalón, hijo mío”.
Le avisaron entonces a Joab que el rey estaba inconsolable por la muerte de Absalón. Por eso, aquella victoria se convirtió en día de duelo para todo el ejército, cuando se enteraron de que el rey estaba inconsolable por la muerte de su hijo. Por ello, las tropas entraron a la ciudad furtivamente, como entra avergonzado un ejército que ha huido de la batalla.
Salmo Responsorial
R. (1a) Protégeme, Señor, porque te amo.
Presta, Señor, oídos a mi súplica,
pues soy un pobre, lleno de desdichas.
Protégeme, Señor, porque te amo;
salva a tu servidor, que en ti confía. R.
R. Protégeme, Señor, porque te amo.
Ten compasión de mí,
pues clamo a ti, Dios mío, todo el día,
y ya que a ti, Señor, levanta el alma,
llena a este siervo tuyo de alegría. R.
R. Protégeme, Señor, porque te amo.
Puesto que eres, Señor, bueno y clemente
y todo amor con quien tu nombre invoca,
escucha mi oración
y a mi súplica da repuesta pronta. R
R. Protégeme, Señor, porque te amo.
Aclamación antes del Evangelio
R. Aleluya, aleluya.
Cristo hizo suyas nuestras debilidades
y cargó con nuestros dolores.
R. Aleluya.
Evangelio
En aquel tiempo, cuando Jesús regresó en la barca al otro lado del lago, se quedó en la orilla y ahí se le reunió mucha gente. Entonces se acercó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo. Al ver a Jesús, se echó a sus pies y le suplicaba con insistencia: “Mi hija está agonizando. Ven a imponerle las manos para que se cure y viva”. Jesús se fue con él, y mucha gente lo seguía y lo apretujaba.
Entre la gente había una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años. Había sufrido mucho a manos de los médicos y había gastado en eso toda su fortuna, pero en vez de mejorar, había empeorado. Oyó hablar de Jesús, vino y se le acercó por detrás entre la gente y le tocó el manto, pensando que, con sólo tocarle el vestido, se curaría. Inmediatamente se le secó la fuente de su hemorragia y sintió en su cuerpo que estaba curada.
Jesús notó al instante que una fuerza curativa había salido de él, se volvió hacia la gente y les preguntó: “¿Quién ha tocado mi manto?” Sus discípulos le contestaron: “Estás viendo cómo te empuja la gente y todavía preguntas: ‘¿Quién me ha tocado?’ ” Pero él seguía mirando alrededor, para descubrir quién había sido. Entonces se acercó la mujer, asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado; se postró a sus pies y le confesó la verdad. Jesús la tranquilizó, diciendo: “Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y queda sana de tu enfermedad”.
Todavía estaba hablando Jesús, cuando unos criados llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle a éste: “Ya se murió tu hija. ¿Para qué sigues molestando al Maestro?” Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: “No temas, basta que tengas fe”. No permitió que lo acompañaran más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago.
Al llegar a la casa del jefe de la sinagoga, vio Jesús el alboroto de la gente y oyó los llantos y los alaridos que daban. Entró y les dijo: “¿Qué significa tanto llanto y alboroto? La niña no está muerta, está dormida”. Y se reían de él.
Entonces Jesús echó fuera a la gente, y con los padres de la niña y sus acompañantes, entró a donde estaba la niña. La tomó de la mano y le dijo: “¡Talitá, kum!”, que significa: “¡Óyeme, niña, levántate!” La niña, que tenía doce años, se levantó inmediatamente y se puso a caminar. Todos se quedaron asombrados. Jesús les ordenó severamente que no lo dijeran a nadie y les mandó que le dieran de comer a la niña.
Palabra de Dios, te alabamos Señor.
Reflexión
Hermanas y hermanos
El evangelio de hoy nos presenta un precioso texto con dos relatos de signos prodigiosos realizados por Jesús. Hay un denominador común en ambos milagros: la fe que espera y halla respuesta. Ambos relatos son muy conocidos: El jefe de la sinagoga, Jairo, pide a Jesús que vaya a curar a su hija moribunda; y una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años se acerca a Jesús con la esperanza de encontrar la sanación.
Los actores de estos episodios son muy distintos. Por un lado, un jefe de la sinagoga a quien se le está muriendo la hija adolescente; por otro, una sencilla mujer que sufre desde hace años hemorragias que la hacen impura a los ojos de sus vecinos. Aquél acude al Maestro para que cure a su niña, seguro de que puede hacerlo, y Jesús se pone en camino sin más dilación. Ésta decide tocarle el manto sin darse a conocer, segura de que con ese simple gesto puede ser curada y nadie lo advertirá.
Pero inesperadamente las cosas se complican: la niña ha muerto, la mujer ha sido descubierta. En un caso, Jesús ya no sólo se verá requerido para llevar a cabo una deseada rehabilitación, sino urgido para realizar una inimaginable resucitación. En el otro caso, la curación ya no quedará discretamente disimulada, sino que aparecerá públicamente manifiesta.
No lo tuvieron fácil ni Jairo ni la mujer. Un jefe de sinagoga no podía dirigirse a Jesús sin ser “mal visto” por las autoridades religiosas del pueblo que estaban ya al acecho de Jesús para ver cómo acababan con Él. La mujer con flujo de sangre era “impura” según la Ley y contaminaba con su contacto, por lo que estaba excluida de la vida social, marginada en medio de su pueblo.
Sin embargo, ambos pasan por encima de toda dificultad para tratar de encontrar en Jesús lo que necesitan. No había más salidas: la niña se estaba muriendo, la mujer había buscado todo tipo de remedio a su enfermedad y sólo había conseguido gastar toda su fortuna, al tiempo que empeoraba.
Ambos tienen fe. Precisamente, eso es lo que quiere enfatizar el evangelio de hoy. Jesús mismo subraya lo determinante que es la fe: invita al jefe de la sinagoga a mantener su fe, a pesar de que ahora la situación se haya vuelto mucho más grave: “No temas, basta que tengas fe”; y asegura a la mujer que es la fe la que le ha devuelto la salud, a pesar de su empeño por pasar inadvertida: “Hija, tu fe te ha curado”. Es decir, se trata, por un lado, de mantener la fe, aunque las circunstancias empeoren; y, por otro, de confesar la fe, sin tener en cuenta lo que piensen los demás.
Muchas veces nosotros nos quedamos sólo con los milagros, y puede que pasé desapercibida la fuerza de la fe, que es la autora de ellos. En muchos pasajes del Evangelio Jesús señala: “tú fe te ha salvado”. “Vemos visiones”, como los que presenciaron los hechos, sin que la sorpresa nos lleve a la fe. Es decir, a mirar más allá de la salud y la vida, a sentirnos bajo la mirada amorosa de Dios, a apoyarnos en la fuerza de la confianza, de la fe, en Él. A esa debemos dirigir nuestras impotencias y debilidades; las dificultades que encontramos ante el dolor y los problemas de todo tipo.
El mismo Jesús dijo que la “fe mueve montañas”. No nos lo acabamos de creer: somos “hombres de poca fe” como el mismo Jesús reprocha a sus discípulos. No nos queda más que decir: “creo, pero aumenta mi fe”, que gritaba el padre del muchacho para quien pedía a Jesús la curación. Esa debe ser nuestra oración constante, convertida en grito interior: “Creo, Señor, pero aumenta mi fe”.
Que Dios los bendiga y los proteja.
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