Lecturas del día 29 de Diciembre de 2021
Primera Lectura
Queridos hermanos: En esto tenemos una prueba de que conocemos a Dios, en que cumplimos sus mandamientos. El que dice: “Yo lo conozco”, pero no cumple sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está en él. Pero en aquel que cumple su palabra, el amor de Dios ha llegado a su plenitud, y precisamente en esto conocemos que estamos unidos a él. El que afirma que permanece en Cristo debe de vivir como él vivió.
Hermanos míos, no les escribo un mandamiento nuevo, sino un mandamiento antiguo, que ustedes tenían desde el principio. Este mandamiento antiguo, es la palabra que han escuchado, y sin embargo, es un mandamiento nuevo éste que les escribo; nuevo en él y en ustedes, porque las tinieblas pasan y la luz verdadera alumbra ya.
Quien afirma que está en la luz y odia a su hermano, está todavía en las tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien odia a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas y no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos.
Salmo Responsorial
R.(11a) Cantemos la grandeza del Señor.
Cantemos al Señor un nuevo canto,
que le cante al Señor toda la tierra;
cantemos al Señor y bendigámoslo.
R. Cantemos la grandeza del Señor.
Proclamemos su amor día tras día,
su grandeza anunciemos a los pueblos;
de nación en nación, sus maravillas.
R. Cantemos la grandeza del Señor.
Ha sido el Señor quien hizo el cielo;
hay gran esplendor en su presencia
y lleno de poder está su templo.
R. Cantemos la grandeza del Señor.
Aclamación antes del Evangelio
Tú eres, Señor, la luz que alumbra a las naciones
y la gloria de tu pueblo, Israel.
R. Aleluya.
Evangelio
Transcurrido el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, ella y José llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley: Todo primogénito varón será consagrado al Señor, y también para ofrecer, como dice la ley, un par de tórtolas o dos pichones.
Vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón, varón justo y temeroso de Dios, que aguardaba el consuelo de Israel; en él moraba el Espíritu Santo, el cual le había revelado que no moriría sin haber visto antes al Mesías del Señor. Movido por el Espíritu, fue al templo, y cuando José y María entraban con el niño Jesús para cumplir con lo prescrito por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios, diciendo:
“Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo,
según lo que me habías prometido,
porque mis ojos han visto a tu Salvador,
al que has preparado para bien de todos los pueblos;
luz que alumbra a las naciones
y gloria de tu pueblo, Israel”.
El padre y la madre del niño estaban admirados de semejantes palabras. Simeón los bendijo, y a María, la madre de Jesús, le anunció: “Este niño ha sido puesto para ruina y resurgimiento de muchos en Israel, como signo que provocará contradicción, para que queden al descubierto los pensamientos de todos los corazones. Y a ti, una espada te atravesará el alma”.
Palabra de Dios, te alabamos Señor.
Reflexión
Hermanas y hermanos
El evangelio de hoy nos presenta la escena conocida como “La presentación del Niño Jesús en el Templo”. Una escena tierna y maravillosa donde cada gesto, cada frase y cada personaje encierran una enseñanza profunda. Por eso, más que comentar esta escena, es bueno situarnos frente a ella con una actitud contemplativa y dejarnos llenar por las enseñanzas que nos transmite.
“Transcurrido el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, ella y José llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor…” Según la Ley judía, la mujer que daba a luz un niño, quedaba impura, y tenía que presentarse en el Templo para su purificación; así mismo, si el hijo era primogénito había que “rescatarlo”, según la tradición. María y José obedientes a la Ley se acercan al Templo. La mujer más pura a purificarse y Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, para ser rescatado.
Imaginemos a aquella pobre y humilde familia entrando al Templo… Y ya en el Templo, entran en escena dos personas, Simeón y Ana, ambos de avanzada edad, que esperaban la pronta venida del Mesías. Dos personajes que representan lo “antiguo”, la “tradición”, pero también las esperanzas de un pueblo que espera la llegada de los tiempos mesiánicos, la llegada del tiempo de la salvación. Ambos personajes tienen la capacidad de descubrir en esta humilde familia de Nazaret el cumplimiento de las promesas de Dios.
En su sencillez y discreción ambos personajes son muy significativos. Pero, pongamos atención a la figura de Simeón. Simeón era un “hombre justo y piadoso”. Desde ese dato que nos da el evangelio podemos imaginar que, como tantos hombres y mujeres de aquél tiempo (y de todos los tiempos), había vivido una vida más o menos sencilla, con sus luces y sombras, con sus certezas y dudas, en acogida de Dios y en servicio humilde hacia los demás. “Una buena persona”, “un hombre de Dios”, podrían comentar de él sus vecinos.
Seguro que algunos simpatizaban más con él que otros, que ya se sabe que siempre pasa. Pero no tenía grandes enemigos declarados. Porque en su corazón había siempre un lugar para el perdón y la reconciliación. Quizá porque él también necesitó ser reconciliado y perdonado en más de una ocasión. Y era de los que, en medio de la confusión del mundo (en su época y en todas las épocas) no había perdido la esperanza. Y “aguardaba el consuelo de Israel”. Con una profunda confianza en el Dios en cuyas manos vivimos, nos movemos y existimos. Este es Simeón. Con toda su historia. “El Espíritu Santo moraba en él”.
Este es quien, en el relato de hoy, toma al Niño en brazos y bendice a Dios. Sus palabras son toda una muestra de confianza y de lucidez. Le dice a Dios que ya, cuando quiera, entiende que su vida ha llegado a su meta, porque se ha encontrado con el Dios-con-nosotros. Y a la vez que dice eso, anuncia ese futuro nuevo: ha llegado la “luz para alumbrar a las naciones…” y orienta a María con unas palabras que quieren fortalecerla para lo que pueda venir.
Luego Simeón realiza dos vaticinios sobre Jesús y sobre María. Del niño dice que será “signo de contradicción”, porque la encarnación del Hijo de Dios es un signo que exige de cada persona una respuesta que compromete. Y en cuanto al anuncio de la espada que traspasaría el alma de María, dice San Beda el Venerable que Simeón estaba “refiriéndose al dolor de la Virgen por la pasión del Señor. Aun cuando Jesucristo moría por voluntad propia (como Hijo de Dios) y aun cuando no dudase Ella de que habría de vencer a la misma muerte, sin embargo, no pudo ver crucificar al Hijo de sus entrañas sin un sentimiento de dolor”.
Que Dios los bendiga y los proteja.
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